No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,1-11)
Eclo 15,15-20
1 Cor 2,6-10
Mt 5,17-37
Dios, que lo creó todo bueno, nos hizo para que fuéramos por siempre felices con él, y nos enseñó lo que debíamos hacer para serlo. Pero desconfiamos de él y le hicimos caso al demonio, que todo lo enreda; así pecamos y le abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte[1]. Y por desgracia, seguimos desconfiando de Dios y haciéndolo a un lado.
De esta manera hacemos también a un lado a la familia y a la gente, buscando lo que creemos que es nuestra propia conveniencia ¡Qué error! Porque, como dice san Agustín, con lo que hacemos de malo a otros, nos perjudicamos a nosotros mismos[2], al provocar un caos que nos daña a todos. Cuando lo reconocemos, no podemos sino rogar: “Dios mío, por tu inmensa compasión limpia mi pecado. Renuévame”[3]. Y él, que nos ama infinita e incondicionalmente, nos salva haciéndose uno de nosotros en Jesús.
Jesús es el Hijo que ama al Padre; y por que lo ama, confía en él y hace lo que le pide: se encarna de María y pasa por la vida haciendo el bien, amándonos hasta padecer, morir y resucitar para hacer posible que volvamos a ser felices por siempre, dándonos su Espíritu y haciéndonos hijos de Dios[4]. A nosotros toca seguir el camino que nos da: el amor. Sin embargo, esto se dificulta porque el demonio no deja de poner obstáculos. Jesús, que también lo padeció, nos enseña cómo salir victoriosos: confiando en Dios y en su Palabra.
Así vence la primera tentación: el egoísmo, que nos empuja a buscar lo inmediato: la riqueza, el placer y el poder, que al final nos dejan solos, insatisfechos y plagando al mundo de mentira, injusticia, inequidad, pobreza, corrupción, violencia y muerte. Sólo a la luz de la Palabra de Dios podemos mirar la realidad y saber qué debemos hacer para alcanzar un desarrollo integral, pleno y trascendente, que no excluya a nadie.
Fiado en Dios y su Palabra, Jesús vence la segunda tentación: la vanidad, que pretende usar a Dios para obtener alguna ganancia, sin conocerlo, sin amarlo, y sin vivir como pide. Jesús nos enseña a respetar a Dios y a dejarnos amar por él a través de su Palabra, sus sacramentos, la oración, la penitencia y el amor al prójimo.
Con la fuerza de la Palabra divina, Jesús vence la tercera tentación: el orgullo, que hace pensar que el mundo y su manejo económico, político, científico, social y cultural nada tiene que ver con Dios; que a él debe dejársele fuera para que no amargue la vida ni retrase el progreso con su moral. Resultado: familias y sociedades fracasadas y divididas, por ser contrarias a la naturaleza, dignidad, derechos y deberes del ser humano.
Jesús, que quiere que progresemos y seamos felices por siempre, nos descubre que todo es de Dios, y que sólo reconociendo la verdad y viviendo el amor como pide, haremos que las personas seamos el centro de la vida familiar, política, económica y social, y que todo esté al servicio de nuestra vida y de nuestro desarrollo integral y trascendente.
La Cuaresma es una oportunidad para comprenderlo y vivirlo, teniendo presente que, como dice el Papa: “en el momento de la tentación, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará” [5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Gn 2,7-9; 3,1-7.
[2] Confesiones Libro II, Cap. X, 1-3.
[3] Cf. Sal 50.
[4] Cf. 2ª Lectura: Rm 5,12-19.
[5] Angelus, I Domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2014.