Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo (cf. Mt 2,1-12)
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Dios nos ama a todos. No rechaza a nadie. ¿Cómo podría hacerlo, si él nos ha creado?
Por eso, cuando vio que lo echamos todo a perder, envió a su Hijo para que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos liberara del pecado, nos compartiera su Espíritu y nos hiciera hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz[1].
Solo necesitamos ir a él, que ha venido a nuestro encuentro, levantando la mirada, caminando y descubriendo, como hicieron los magos de Oriente. Aquellos hombres de ciencia, uniendo fe y razón, levantaron la mirada. Así pudieron distinguir en un fenómeno astronómico la señal divina que anunciaba el nacimiento del Salvador, que hace florecer la justicia y la paz[2]. Y decididos a encontrarlo y adorarlo, se pusieron en camino.
Como ellos, levantemos la mirada y dejémonos iluminar por Dios[3]. Así podremos ver más allá de nosotros mismos, más allá de las cosas transitorias de esta vida, más allá de las penas y de los problemas. “Si alzamos la mirada hacia el Señor –dice el Papa–, y contemplamos la realidad a su luz, descubriremos que él no nos abandona jamás”[4].
Con esta confianza podremos emprender el camino, conscientes de que, quien camina, avanza. Porque las experiencias buenas y malas hacen que se desarrollen nuestro conocimiento y nuestra voluntad. Nos enseñan que no podemos ir solos. Que necesitamos caminar juntos, sabiendo encontrar y escuchar para discernir.
Los magos, conscientes de que no lo sabían todo y que nos necesitamos unos a otros, supieron ir al encuentro de la gente, incluso de Herodes; hablaron y escucharon. Y así volvieron a ver la estrella, que los guió hasta Jesús. Y al encontrarlo, viendo más allá de las apariencias, descubrieron en aquel niño a Dios; lo adoraron y le ofrecieron oro, incienso y mirra.
Comenta san Agustín: “Un niño recién nacido, pequeñito… recostado en un pesebre… se oculta bajo estas apariencias algo grande que aquellos hombres, primicias de los gentiles, habían comprendido, no por el testimonio de la tierra, sino del cielo”[5]. Como ellos, dejando que la fe ilumine nuestra inteligencia, descubramos a Jesús en su Palabra, en la Liturgia, en la Eucaristía, en la oración y en las personas, incluso, en las más sencillas.
Así, abiertos a todos, seremos capaces de distinguir los mensajes de Dios, que nos previene del peligro de volver a la soledad del egoísmo, a las malas amistades, a los vicios, a las actitudes negativas que nos impulsan a usar y desechar a los demás, y a los engaños de aquellos que, como Herodes, bajo el manto de la piedad, afilan el cuchillo[6].
A través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas, Dios nos mostrará un camino alternativo, que es el mejor de todos: el amor, que es capaz de hacer que todo mejore en nuestra vida, en casa y en el mundo, y de llevarnos a él, en quien seremos felices por siempre.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Ef 3,2-3.5-6.
[2] Cf. Sal 71.
[3] Cf. 1ª Lectura: Is 60,1-6.
[4] Homilía en la Epifanía del Señor, 6 de enero 2021.
[5] In sermone 2 de Ephiphania.
[6] Cf. Pseudo-Crisóstomo, Opus imperfectum super Matthaeum, hom. 2.