Para los que se tienen por buenos y desprecian a los demás (cf. Lc 18,9-14)
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“La soberbia –comenta san Agustín– no es grandeza, sino hinchazón;
y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”[1]. Esa hinchazón hace que veamos las cosas como en realidad no son. “El prejuicio –recuerda el Papa– distorsiona la realidad y nos carga de rechazo contra quienes juzgamos sin misericordia y condenamos sin apelo”[2].
Cuando nos sentimos más que los demás, los etiquetamos y los despreciamos. Como le pasó a Narciso, quien, según narra Ovidio, al mirarse en un manantial, se olvidó de todos y exclamó: “ardo en amor por mí”. Hasta que, atado a su propia imagen, “cerró la muerte el mirar que admiró la beldad de su dueño”[3]. Y es que el soberbio termina dañando a muchos y siendo homicida de sí mismo.
Por eso Dios, que no se deja impresionar por las apariencias[4], nos previene de esa infección mortal. Para eso envió a su Hijo, que, haciéndose uno de nosotros y amándonos hasta dar la vida, nos libera del pecado, nos une a Dios, en quien somos felices por siempre, y nos enseña cómo llegar a él: amándolo y amando al prójimo. Y para que no perdamos el rumbo, a través de una parábola nos invita a evaluarnos proponiéndonos como punto de referencia a un fariseo y a un publicano que hacían oración.
¿Cómo ora el fariseo? Centrado en sí mismo. Así, desubicado, usa a Dios para alardear de lo bien que lo hace todo. No reconoce ningún error. Por eso, como explica san Agustín: “No quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo… e insultar al que oraba”[5]. Creyéndose perfecto, despreció a los demás.
El publicano, en cambio, a pesar de sus errores, es honesto. Reconoce sus faltas. Y sin justificarse, pide perdón y se deja ayudar por Dios, que salva[6]. Así debemos ser: realistas. Reconocer que muchos de los problemas en casa, en la escuela, en el trabajo, en la Iglesia y en la sociedad, no son culpa únicamente de lo que hacen o dejan de hacer la esposa, el esposo, los hijos, los papás, los hermanos, la suegra, la nuera, los compañeros y los demás, sino también de lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer.
Solo así nos abriremos al perdón de Dios, que nos mejora y nos ayuda a hacer mejor la vida de los demás, compartiéndoles el Evangelio[7], como se lo propuso hace 200 años la joven beata francesa, Paulina Jaricot, fundadora de la Obra de la Propagación de la Fe, red de oración y colecta para los misioneros, de cuya idea surgió la Jornada Mundial de las Misiones, que hoy celebramos, y en cuyo mensaje el Papa nos invita a que, unidos a la Iglesia y guiados por el Espíritu Santo, demos testimonio de Jesús en todas partes[8]. Hagámoslo con la apertura del publicano, que, sin justificarse ni etiquetar a otros, reconociendo su límite y su necesidad, confió en la misericordia de Dios.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Serm. 16 de tempore.
[2] Ángelus, 26 de marzo 2017.
[3] Metamorfosis, libro III v.339-510.
[4] Cf. 1ª Lectura: Sir 35,15-17. 20-22.
[5] Cf. Citado en Catena Aurea, 10809.
[6] Cf. Sal 33.
[7] Cf. 2ª Lectura: Rm 10, 9-18.
[8] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2022.