Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (cf. Mc 10, 2-16)
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Sin duda, hay momentos en el matrimonio en que dan ganas de mandar a volar a la pareja. Por eso, quizá nos hemos planteado la misma pregunta de los fariseos: “¿Se vale el divorcio?”.
Jesús responde que para entender las cosas hay que ir al origen: al proyecto de Dios, que nos creó para vivir conectados con las demás criaturas, en una relación que alcanza su culmen en la unión del hombre y la mujer[1]. ¡Así nos realizamos!
Sin embargo, a raíz del pecado que cometimos, todo se complicó: nos encerramos tanto en nosotros mismos y nos distanciamos de tal manera de él y de los demás, que decimos y hacemos cosas que nos dañan a nosotros y a la pareja. Como aquel que, a la pregunta de su esposa: “Crees en el amor a primera vista”, contesta: “¡Claro! Si te hubiera visto dos veces no me caso contigo”. O la que le dice al marido: “Me recuerdas al mar”, a lo que orgulloso, exclama: “Tanto me admiras”. “No –dice ella–. Me mareas”.
¿Pero a qué lleva todo eso?: a la soledad. Y no estamos hechos para vivir solos. La soledad nos acaba. Por eso, para ayudarnos a arreglar lo que descompusimos, el Padre envió a Jesús, que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos ha liberado del pecado, nos ha compartido su Espíritu y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[2].
Así nos demuestra que solo el amor construye. Es lo que quiere que entendamos al explicar que no es lícito destruir la conexión entre hombre y mujer, que Dios unió con un sacramento, y que es la base sobre la que se construye la familia y la sociedad. Solo en casos graves, en los que está en peligro el bien físico, emocional o moral de la pareja o de los hijos, puede considerarse necesaria la separación, como enseña el Papa[3]. Pero antes hay que agotar hasta el último recurso.
Quizá nos cueste entenderlo, sobre todo en esta época en la que parece que lo más importante es sentirse a gusto y hacer a un lado lo que incomoda, sin pensar en los demás. Jesús lo sabe. Por eso nos hace ver que para comprender lo que nos enseña debemos ser sencillos y abiertos, como los niños, que están dispuestos a aprender.
En el matrimonio habrá momentos difíciles. Pero no nos precipitemos, porque corremos el riesgo de decidir cosas que después podemos lamentar al ver el daño que nos provocan a nosotros y a los hijos. “El amor herido –recuerda el Papa– puede ser sanado por Dios a través de la misericordia y el perdón” [4].
Por nuestro bien, por el bien de la familia y por el bien de toda la sociedad, hagámosle caso a Jesús. Y con la fuerza que él nos da a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo, amémonos unos a otros[5]. Así, como dice san Beda, recibiremos su bendición[6], y nos irá bien[7].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Gn 2, 18-24.
[2] Cf. 2ª Lectura: Hb 2, 9-11.
[3] Cf. Cf. Audiencia General, 24 junio 2015.
[4] Ángelus, 7 de octubre 2018.
[5] Cf. Aclamación: 1 Jn 4, 12.
[6] Cf. In Marcum, 3, 40.
[7] Cf. Sal 127.