Vayan también ustedes a mi viña (cf. Mt 20, 1-16)
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Cipriano la pasaba bien; tenía dinero, placeres y prestigio social. Pero se dio cuenta que todo eso es superficial y pasajero, y que además, muchas cosas en el mundo andaban mal: la ambición de los que despojan a los pobres y no comparten nada con los necesitados, con sus amigos, ni con su propia familia; el enseñar que se puede hacer lo que no está bien:
“Cuanto más hábil en indecencias –comenta–, más aplausos recibe”[1]. Y comprendió las consecuencias: injusticia, corrupción, delincuencia, fraudes y guerras.
Pero a los 35 años encontró a Jesús a través de su Evangelio, y todo cambió: “Cuando me encontraba postrado en las tinieblas –escribe–, me parecía muy difícil hacer lo que la misericordia de Dios me proponía… Estaban demasiado arraigados en mí los errores de mi vida pasada… me arrastraban los vicios, tenía malos deseos… Pero con el bautismo… un segundo nacimiento me restauró… se hizo posible lo que creía imposible”[2].
Entonces comenzó a trabajar en la viña de Dios, amando y haciendo el bien. Y no se echó para atrás cuando, elegido sacerdote y luego obispo, tuvo que enfrentar dos persecuciones imperiales y la plaga de peste que asoló Cartago en el siglo III. “No hay medida alguna –decía– en los bienes que recibimos de Dios… Entonces podemos… ayudar a los que sufren… y construir la paz”[3].
San Cipriano nos demuestra que nunca es tarde para responder a la llamada de Dios, que viene permanentemente a nuestro encuentro y, como explica san Gregorio, nos invita, en cualquier etapa de la vida, a trabajar en su viña[4]. ¿Cuál viña? Nuestra familia, la Iglesia, la escuela, el trabajo, la ciencia, la tecnología, la economía, la política, la cultura, el arte, el deporte, el medioambiente, ¡el mundo entero!
Algunos comenzaron a trabajar en la viña de Dios a temprana edad, como santo Domingo Savio, santa Jacinta Marto y santa Laura Vicuña; otros en su adolescencia, como san José Sánchez del Río; otros en su juventud, como san Felipe de Jesús y santa Pelagia; y algunos siendo adultos, como santa Fabiola y san Ignacio de Loyola.
Nunca es demasiado temprano o muy tarde para trabajar en la viña de Dios, como enseña Jesús en la parábola de los trabajadores, donde, como señala el Papa, nos hace ver que Dios nos llama a todos y nos ofrece la misma recompensa: la salvación, la vida eterna, que él nos ha ganado con su encarnación, su vida, su pasión, su muerte y su resurrección[5].
Dios es bueno[6]. Escuchemos su invitación. Trabajemos en su viña viviendo como enseña el Evangelio: amando y haciendo el bien[7]. Y aunque el trabajo sea difícil y largo, tarde o temprano tendrá resultado. Porque así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan los caminos de Dios a los nuestros[8] ¡Conducen a una vida por siempre feliz!
Unidos al Señor a través de su Palabra, de sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, y de la oración, trabajemos en casa y en nuestros ambientes, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón. Así recibiremos la recompenza de una vida plena en esta tierra y eternamente feliz en el cielo.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] A Donato, 8.
[2] Ibíd., 3-4.
[3] Ibíd., 5.
[4] Cf. Homiliae in Evangelia, 19,1.
[5] Cf. Ángelus, 24 de septiembre de 2017.
[6] Cf. Sal 144.
[7] Cf. 2ª Lectura: Flp 1, 20-24.27.
[8] Cf. 1ª Lectura: Is 55, 6-9.