Tu eres el Mesías (cf. Mc 8, 27-35)
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Como a los discípulos, Jesús nos pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Así, como explica el Papa, nos pide interesarnos por los demás; estar cerca de ellos, escucharlos, saber lo que sienten, lo que piensan y lo que viven[1]. ¿Quién es Jesús para mi familia, para mi novia o mi novio, para mis amigos y para la gente que me rodea? ¿Qué significa en sus vidas? ¿Qué tanto me importa que lo conozcan y que estén cerca de él?
Luego, Jesús nos hace otra pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Así nos pide entrar en nosotros mismos y descubrir qué significa él en nuestra vida. Quizá, como Pedro, respondamos muy bien: “Tú eres el Mesías”. Porque gracias a la educación que hemos recibido en casa, en la parroquia o en algún grupo, sabemos quién es él.
Pero probablemente nos suceda lo que a Pedro, que cuando Jesús explicó que ser el Mesías, es decir, el Salvador, significa amar hasta padecer, morir y resucitar, trató de disuadirlo. ¿Por qué? Porque eso no iba con sus ideas. Él quería un Mesías triunfalista, poderoso, que hablara bien e hiciera milagros, sin rebajarse, arriesgarse, ni ensuciarse.
A veces nos pasa igual: queremos que Dios se ajuste a nuestras ideas. Que actúe como pensamos que lo debe hacer. Que su Palabra se adapte a nosotros. Que la Liturgia, sobre todo la Eucaristía, se celebre como nos gusta: “divertida” u ostentosa. Que la Comunión se le dé solo a los que creemos que lo merecen y que se distribuya como nosotros opinamos. Que la fe sirva para sentirse bien sin tener que esforzarnos por ser buenos.
Pero Jesús no dejó a Pedro en el error. Sabiendo que está en juego la eternidad, lo corrigió contestándole algo muy fuerte: “¡Apártate de mí, Satanás!”. Se lo dijo para que reaccionara y se diera cuenta de que se estaba dejando engañar por el demonio, que es experto en enredarnos para que creamos que nuestras ideas son mejores que lo que Dios propone a través de su Iglesia, por medio de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas.
Jesús, que es la verdad, nos hace ver que solo el amor, que en definitiva es Dios, puede salvar. Un amor dispuesto a todo. Por eso él, siendo Dios, creador de cuanto existe, al ver que engañados por el demonio caímos hasta el fondo, se hizo uno de nosotros y nos amó hasta padecer, morir y resucitar para rescatarnos del pecado y hacernos partícipes de su vida por siempre feliz.
Así nos demuestra que la fe no puede quedarse en ideas, sino que debe manifestarse en obras[2]. Obras de amor que nos hagan salir de la cárcel del egoísmo y seguir a Jesús para mejorar nuestra vida y la de los demás, dispuestos a todo, incluso a esfuerzos y sacrificios.
Con su cruz, como dice san Cirilo, Jesús redimió a la humanidad[3]. Si queremos que nuestra vida llegue a ser plena y eterna; si queremos ayudar a que las cosas vayan mejor en casa y en el mundo, sigamos a Jesús, amando y haciendo el bien, fiados en que Dios nos ayudará[4]. Él nos liberará de la muerte y nos llenará de su dicha sin final[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Homilía, 10 de noviembre de 2015.
[2] Cf. 2ª Lectura: St 2, 14-18.
[3] Cf. Catechesis Illuminandorum XIII, 1: de Christo crucifixo et sepulto.
[4] Cf. 1ª Lectura: Is 50, 5-9.
[5] Cf. Sal 114.

