¿Cuántas veces tengo que perdonar? (cf. Mt 18, 21-35)
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León Tolstoi cuenta que dos niñas jugaban en un charco, cuando una de ellas, Melania, tropezó y manchó el vestido nuevo de su amiga Akutina, cuya mamá, al verla, le gritó enojada. Temiendo el regaño, Akutina dijo: “Ha sido Melania”. Entonces, la mujer le dió un coscorrón a Melania. Al ver esto, la mamá de la niña gritó: “¿Por qué le pegas a mi hija?”. Y las mujeres comenzaron a discutir y a insultarse. Llegaron los vecinos, y pronto todos gritaban y se emujaban.
Hasta que la abuela de Akulina se percató de que su nieta había limpiado su vestido y estaba jugando de nuevo con su amiga. Entonces dijo a la gente: “Están peleando por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo y juegan. Son más inteligentes que ustedes”[1].
Efectivamente, aquellas niñas fueron inteligentes; no dejaron que algo del pasado, que ya no se podía cambiar, arruinara su presente y cancelara su futuro. Perdonaron y siguieron adelante. Eso es a lo que nos invita Jesús. Porque él, que nos ama y ha dado la vida para perdonarnos y hacernos felices por siempre, no quiere que vivamos prisioneros del pasado, con la herida abierta y sangrante del rencor, que, como decía san Juan Pablo II, se convierte en fuente de venganza y de nuevas ruinas[2].
Sin duda, más de una vez nos han hecho daño. Y quizá uno muy grande. Pudo ser un familiar, la pareja, una amistad, un compañero, un maestro, un jefe u otra persona. A lo mejor lo hizo sin darse cuenta, o quizá con toda intención. Pero si dejamos que esa herida siga abierta, nos va a desgastar, nos va infectar de amargura, y hasta puede hacer salir la pus del odio y la revancha.
Cerremos esa herida con el perdón, aunque la cicatriz permanezca. Hagámoslo, teniendo presente que el perdón no niega la verdad y la justicia ¡La exigen! Esa verdad y esa justicia que nos permiten reconocer que muchas veces también nosotros hemos lastimado a otros, inconsciente o conscientemente. Y si somos capaces de ponernos en sus zapatos, de hacer nuestro el dolor que les provocamos, sentiremos la necesidad de ser perdonados.
Sí, muchas veces fallamos ¡Hasta a Dios lo hemos ofendido! Pero él no nos ha tratado como merecían nuestras culpas[3], sino que se hizo uno de nosotros en Jesús para rescatarnos del lío en que nos metimos, perdonándonos y uniéndonos a él, en quien somos felices por siempre. Y aunque volvamos a fallarle, siempre nos perdona y nos recuerda el camino de la dicha: amarnos los unos a otros, como él nos ha amado[4].
Dios nos ama y nos perdona. Así nos demuestra que es posible perdonar ¡Es por nuestro bien! Estamos de paso. Somos peregrinos hacia el cielo, a donde se llega por el camino del amor. Por eso el Sirácide aconseja: “Piensa en tu fin y deja de odiar… Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas”[5].
Todos, como recuerda san Agustín, tenemos deudas con Dios, y a la vez, también con el prójimo[6]. Dios nos ha perdonado, porque nos ama ¡Querámonos también! No permitamos que los males del pasado nos amarguen el presente y el futuro. Vivamos la experiencia liberadora del perdón ¿Qué es difícil? ¡Claro! Pero es más difícil vivir con la herida abierta del rencor. Somos de Cristo[7], y si lo dejamos, él nos ayudará con la fuerza de su Espíritu a perdonar, como el Padre Dios nos perdona a nosotros.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Melania y Akutina, ciudadseva.com.
[2] Cf. Mensaje para la XXX Jornada Mundial de la paz, 1997, 1 y 3.
[3] Cf. Sal 102.
[4] Cf. Aclamación: Jn 13, 34.
[5] Cf. 1ª Lectura: Ecl 27, 33-28,9.
[6] Sermón 83, 6.
[7] Cf. 2ª Lectura: Rm 14, 7-9.