El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo (cf. Mt 16,21-27)
…
Todos queremos que nos vaya bien, salir adelante y ser felices. Pero en esa búsqueda no faltan quienes nos hacen creer que sólo le va bien al que puede disfrutar de todos los placeres; que para salir adelante se vale usar a los demás; y que ser feliz es ser reconocido como alguien que tiene las cosas que quiere y sabe salirse con la suya. Pero, ¿eso es todo? ¿Cuánto va a durar? ¿Y después?
En el fondo nos damos cuenta que estamos hechos para algo más. Y Dios, que nos ha creado y nos ama, nos ayuda a alcanzarlo; se hace uno de nosotros en Jesús para liberarnos de las cadenas del pecado –con las que nosotros mismos nos apresamos–, compartirnos su Espíritu y unirnos a él, en quien somos felices para siempre ¿Y cómo lo hace? Con el poder del amor; entregándose por entero.
Por eso Jesús anuncia a sus discípulos que tendrá que padecer, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Así nos demuestra que quien ama no se da a medias, sino que está dispuesto a darlo todo con tal de dar vida verdadera, vida plena, vida eterna. Nos enseña que quien ama, lo hace hasta el extremo, a pesar de que tenga que ir contracorriente en un mundo que piensa de otra manera[1].
Pedro, aunque era bueno, haciéndose portavoz de ese mundo, trató de disuadirlo. Pero Jesús, que, como dice san Hilario, conoce el origen de las intrigas[2], lo ayudó a darse cuenta de que estaba siendo engañado por el demonio ¡Cuántas veces nos pasa igual! El demonio es tan listo, que nos hace creer que los criterios del mundo son ley: “piensa solo en ti”, “si amas te romperán corazón”, “a la pareja, ni todo el amor, ni todo el dinero”, “el que no tranza, no avanza”.
Para que no nos confundamos, Jesús nos hace ver que el único camino hacia una vida plena y eterna es el amor. Y a fin de que tengamos la fuerza necesaria para amar, nos invita a ir con él, que está presente en su Palabra, en la Liturgia y en el prójimo. Así, con su ayuda, podremos salir de la prisión del egoísmo, “tomar nuestra cruz”, es decir, amar de verdad, y seguirlo, dejándonos transformar por una nueva manera de pensar para distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno: amar y hacer el bien[3].
“Este estilo de vida –comenta el Papa– nos salvará… Otras alegrías… estropean la vida[4]. Así lo entendió san Agustín, que entonces pudo confesar: “Señor… tu mano… me sacó de lo profundo de la muerte en que estaba sumergido… dejé de querer lo que antes quería, y quise lo que Tú querías… Tú, que eres lo más sublime, aunque no para aquéllos que se tienen por grandes a sí mismos” [5].
Dios nos ha creado para lo grande. No nos conformemos con menos. No nos resignemos a empeñar nuestra vida en placeres fugaces y éxitos efímeros. No nos dejemos enredar por los que, como emisarios del diablo, nos dicen que amemos a medias. Decidámonos a amar de verdad, procurando que lo que pensemos, decidamos, digamos y hagamos, transforme vidas y haga el bien a la familia y a los demás. Así podremos saciarnos de lo mejor[6].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
__________________________________
[1] Cf. 1ª Lectura: Jer 20, 7-9.
[2] Cf. In Matthaeum, 16.
[3] Cf. 2ª Lectura: Rm 12, 1-2.
[4] Homilía, 6 de marzo de 2014, en Santa Marta.
[5] Confesiones, Libro IX, Capítulo I, 1.
[6] Cf. Sal 62.