Mujer, ¡qué grande es tu fe! (cf. Mt 15, 21-28)
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Ubicarse es fundamental. Porque solo el que sabe dónde está, recuerda de dónde viene y puede ver hacia donde va. Eso hizo la mujer cananea. No pretendió ser lo que no era, ni exigió lo que no era suyo. Se ubicó.
Por eso, reconociendo que solo Dios podía ayudarla, acudió al encuentro de Jesús para pedirle misericordia, como hace notar san Juan Crisóstomo[1].
Sí, aquella mujer fue al encuentro de Jesús. También nosotros, en este “Año del Encuentro”, estamos llamados a encontrarnos con Dios, que en Jesús viene a nosotros, para así encontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Para eso, debemos aprender de la mujer del Evangelio, que supo ubicarse.
Quizá nos cueste entenderlo, porque tendemos a encerrarnos tanto en nosotros mismos, que, creyendo que lo merecemos todo, usamos a los demás para tenerlo ¡Hasta pensamos que tenemos derecho de exigirle a Dios que haga lo que queremos, como lo queremos y cuando lo queremos!
Pero en realidad, lo que somos y poseemos es un regalo. Es Dios quien nos ha creado. Y aunque desconfiamos de él y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, nos rescató enviando a su Hijo, quien, amando hasta dar la vida, nos ha liberado del pecado, nos ha compartido su Espíritu, nos ha reunido en su Iglesia, y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida plena y eterna.
¡Todo es un regalo! La vida, el cuerpo, las emociones, la inteligencia, el espíritu, la voluntad, la familia, los amigos, la sociedad, lo que tenemos, la tierra, la salvación, el don del Espíritu Santo, la Iglesia, la esperanza de la dicha sin final ¡Todo! ¿Podemos exigirle algo a Dios?
La mujer cananea lo entendió. Por eso no se enojó cuando Jesús no le contestó. No hizo berrinche, ni mandó todo a volar, sino que perseveró confiando en su misericordia, como lo expresó al decir: “Señor, también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Así reconocía que es de Dios de quien nos vienen todos los bienes, aunque no los merezcamos. Entonces Jesús le respondió: “¡Qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en ese mismo instante quedó curada su hija.
El Papa señala que la insistencia de aquella mujer en invocar la ayuda de Jesús nos estimula a no desanimarnos[2]. Ella nos enseña cuatro cosas: amor, humildad, confianza y perseverancia. Fue el amor a su hija lo que la movió. Fue la humildad la que le permitió ubicarse y reconocerse necesitada de ayuda. Fue la confianza en el amor gratuito y generoso de Dios que se manifestaba en Jesús lo que la llevó a pedir algo que no podía exigir. Y fue la perseverancia la que le hizo alcanzar lo que buscaba.
Que el amor sea lo que motive nuestros deseos y nos haga velar por los derechos de los demás[3]. Que la humildad nos haga reconocer que muchas veces hemos sido rebeldes, pero que necesitamos de Dios, quien a pesar de nuestras fallas, siempre tiene misericordia con nosotros[4]. Que, fiados en su amor gratuito y generoso, no nos cansemos de pedirle que tenga piedad y nos bendiga[5].
Aunque parezca que las penas y los problemas en nuestra vida, en casa y en el mundo son más fuertes que nosotros, y que Dios no nos escucha, no nos demos por vencidos; sigamos pidiéndole que nos ayude y hagamos lo que nos toca, recordando aquello que decía san Cesáreo: “¿Con qué cara te atreves a pedir, si tú te resistes a dar?”[6].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Homiliae in Matthaeum, hom. 52,1.
[2] Cf. Ángelus, 20 de agosto 2017.
[3] Cf. 1ª Lectura: Is 56,1.6-7.
[4] Cf. 2ª Lectura: Rm 11,13-15.29-32.
[5] Cf. Sal 66.
[6] Sermón 25.