¿Para quién serán todos tus bienes? (cf. Lc 11, 1-13)
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“Hasta los 26 años de su edad –comenta san Ignacio de Loyola refiriéndose a sí mismo–fue hombre dado a las vanidades del mundo” [1]. Y es que todo le iba bien, hasta que su protector, el contador mayor del reino de Castilla, cayó en desgracia y al poco tiempo murió. Entonces se empleó con el virrey de Navarra, y defendiendo Pamplona, fue herido por una bala de cañón.
Durante su larga convalecencia, la buena lectura y la reflexión le permitieron distinguir que todo en este mundo es pasajero, como afirma el Cohélet[2]. Así comenzó a pensar: “¿qué sería, si yo hiciese lo que hizo san Francisco, y lo que hizo santo Domingo?”. Y se dio cuenta de que, cuando pensaba en las cosas del mundo, aunque se deleitaba mucho, después se sentía descontento; en cambio, cuando pensaba seguir a Jesús como hicieron los santos, quedaba alegre[3]. Entonces tomó esta decisión: buscar los bienes del cielo, como aconseja san Pablo[4].
¡Eso es saber invertir! Porque hay quienes dedican la mayor parte de su tiempo a embellecer su cuerpo, a disfrutar placeres, a tener dinero, a acumular cosas, a salirse con la suya, a imponerse a los demás, sin darse cuenta que todo eso, por mucho que dure, se habrá de terminar. Pensemos: de cuántos imperios solo quedan ruinas, y de cuanta gente poderosa, rica y famosa, solo queda su cadáver y su recuerdo.
Por eso necesitamos pedirle a Dios que nos enseñe a ver lo que es la vida para que seamos sensatos[5]. ¿Y saben qué? Que él responde a nuestra súplica enviando a Jesús, en quien se ha hecho uno de nosotros para liberarnos del pecado y hacernos partícipes de su vida por siempre feliz, que alcanza el que se hace rico de lo que vale ante Dios: el amor.
Por eso, al que le pide que intervenga para que su hermano le comparta la herencia, Jesús, como explica san Ambrosio, le aconseja preocuparse más por la inmortalidad que por las riquezas[6]. “Los bienes materiales –comenta el Papa– son necesarios… pero son un medio para vivir honestamente y compartir… Se trata de… amar a Dios… y amar al prójimo como Jesús lo amó… La codicia es como esos caramelos buenos: tomas uno y dices: «¡Ah, qué bien!», y luego tomas el otro…. nunca estás satisfecho… Tantas guerras comienzan con la codicia” [7]. La propiedad, como recordaba san Juan Pablo II, se justifica cuando crea oportunidades de trabajo y crecimiento para todos[8].
No pongas tu seguridad en cosas que tarde o temprano se terminan. No seas avaro con tu tiempo y con tus cosas. Invierte tu ser, tu tiempo, tus capacidades y tus recursos en lo que puede hacerte alcanzar una vida dichosa y sin final. Déjate enriquecer del amor de Dios a través de su Palabra, de la Eucaristía, de la Liturgia, de la oración y del prójimo. Y comparte lo mejor de ti con tu familia, con tus amigos, con tus vecinos, con tus compañeros y con los más necesitados. Así, no amontonando, sino compartiendo, estarás invirtiendo para la eternidad.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Autobiografía, I, 1.
[2] Cf. 1ª Lectura: Ecl 1,2; 2, 21-23.
[3] Ibíd., I, 7-8.
[4] Cf. 2ª Lectura: Col 3,1-5. 9-11.
[5] Cf. Sal 89.
[6] En Catena Aurea, 10213.
[7] Ángelus, 4 de agosto de 2019.
[8] Cf. Centesimus annus, 30, 36, 43.