Pidan y se les dará (cf. Lc 11, 1-13)
…
¿Qué verían los discípulos en Jesús cuando oraba, que hasta uno le dijo: “Señor, enséñanos a orar”? Sin duda, se dieron cuenta que su gran amor, su extraordinaria bondad, su infinita sabiduría y las maravillas que hacía, eran fruto de su unión con Dios. ¡Por eso se les antojaba orar como él! Y si discernimos con profundidad, también se nos debería antojar a nosotros.
¿Y qué nos enseña Jesús? Que lo primero para orar es darnos cuenta que Dios, creador, sostén y meta de todo, es nuestro Padre[1]. ¡Para eso Jesús se encarnó y entregó su vida[2]! Dios es el Papá que nos ama, que todo lo puede y que nos da lo mejor: su Espíritu de amor, que hace la vida plena y eterna. Por eso santa Teresa le decía: “¡Oh Amor, que me amas más de lo que yo me puedo amar…! ¿Para qué quiero, Señor, desear más de lo que Tú quisieras darme?”[3].
Podemos confiar en nuestro Papá Dios y poner todo en sus manos, conscientes de que en él, todos somos hermanos, y que, como Abraham[4], debemos preocuparnos por los demás, sean como sean; interceder por ellos y echarles la mano, haciendo todo para que se salven.
De ahí que Jesús nos enseñe a pedir al Padre que su nombre sea santificado, es decir, que todos lo reconozcamos, rogándole que su Reino de amor, de verdad, de justicia y de paz venga a nosotros, a nuestra familia y a nuestro mundo, como explica san Agustín[5], suplicándole también lo necesario para una vida digna, comprometiéndonos a colaborar para que nadie carezca de alimento, casa, vestido, atención sanitaria, educación, trabajo, justicia, seguridad, oportunidades de progreso, de amor, y sobre todo, de su Palabra y de la Eucaristía.
Y como no es posible una vida digna si estamos encadenados al pecado y al rencor, Jesús nos invita a pedirle a Dios que nos libere, rogándole: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. “No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido –explicaba san Juan Pablo II–, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo… de las experiencias sufridas, que sólo el amor construye”[6]. ¡Pidamos a Dios, que todo lo puede, que nos ayude a alcanzar la libertad del perdón!
Sin duda, en el camino hacia el cielo habrá muchos obstáculos. Por eso Jesús nos enseña a pedir al Padre: “No nos dejes caer en la tentación”. Claro que esto requiere dos cosas: que nos propongamos evitar las tentaciones, como andar en el chisme, ver cosas indebidas, andar con malas amistades, exponernos al peligro, comer o beber de más, ir lugares no sanos; y no ser causa de tentación para los demás, con nuestra forma de hablar y de actuar, y que puede llevarles a pensar mal, a inducirles a una adicción o hacerles perder la paciencia.
Pidamos a nuestro Padre Dios que nos ayude, confiando en que, aunque a veces parezca que no nos oye, él nos escucha siempre[7]. Por eso hay que echarle ganas y perseverar en la oración, como enseña Jesús. Es como el ejercicio; para desarrollar los músculos no basta un día; hay que hacer bien y con constancia cada rutina.
¿Y qué desarrolla en nosotros la oración? La comprensión, como dice el Papa, de que ésta es “un diálogo entre personas que se aman… basado en la confianza… y abierto a la solidaridad[8]. Unidos a Jesús, guiados por su Espíritu y caminando juntos como hermanos, platiquemos con confianza con Dios, experimentando la seguridad, la paz y la alegría sin final de llamarle: “Padre”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
___________________________
[1] Cf. Aclamación: Rm 8, 5.
[2] Cf. 2ª Lectura: Col 2, 12-14.
[3] Exclamaciones del alma a su Dios, Ed. Aguilar, colección crisol, Madrid, 1957.
[4] Cf. 1ª Lectura: Gn 18,20-32.
[5] Cf. De ver. Dom., serm. 27.
[6] Mensaje XXX Jornada Mundial de la paz, 1997, 3.
[7] Cf. Sal 137.
[8] Ángelus, Domingo 28 de julio de 2019.