El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (cf. Mt 10, 37-42)
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Robert Fisher cuenta la historia de un caballero que pensaba que era bueno y amoroso, porque hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos y amorosos: luchaba contra sus enemigos, que eran malos y odiosos, mataba dragones y rescataba damiselas, incluso cuando no deseaban ser rescatadas. Pero un día, su esposa Julieta, harta de ver que no se quitaba su traje de combate, le dijo: “Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí”. “¡Eso no es verdad! –respondió el caballero– ¿Acaso no te amé lo suficiente como para rescatarte de aquel dragón e instalarte en este elegante castillo?”. “Lo que tu amabas –repuso Julieta–, era la idea de rescatarme, no a mí”[1].
A veces nos pasa igual. Decimos que amamos a la esposa, al esposo, a los papás, a los hijos, a la novia, al novio, cuando en realidad amamos lo que ellos nos dan. Por eso, cuando no dicen lo que queremos que digan o no hacen lo que queremos que hagan, nos decepcionamos, nos enojamos, hacemos berrinche, los chantajeamos, tratamos de manipularlos, o los mandamos a volar. ¿Y qué pasa entonces? Que nos amargamos la vida y se la amargamos a ellos. Así, habiendo querido ganar, terminamos perdiendo.
¿Porqué lo hacemos? Porque como decía el gran escritor Victor Hugo: “incluso los hombres buenos no están exentos de un pensamiento egoísta”[2]. De ahí que Benedicto XVI recordara que nuestro amor necesita purificación y maduración[3]. A eso nos ayuda Jesús, que nos hace ver que la única manera de amar de verdad es estar “conectados” a él, en quien Dios, que es el mismísimo amor, se ha hecho uno de nosotros para salvarnos[4].
¿Cómo se le hace para estar “conectados” a Jesús? No dejando que nada ni nadie bloquee nuestra unión con él; dando prioridad a encontrarlo en su Palabra, en la Eucaristía dominical, en la Liturgia, en la oración y en el prójimo; y viviendo como enseña: tomando nuestra cruz y siguiéndolo, lo que, como explica san Gregorio Magno, es tomar el control de uno mismo y hacer propias las necesidades del prójimo[5], aunque eso requiera esfuerzo y sacrificio.
“Cuando… el amor a los padres y a los hijos está animado y purificado por el amor del Señor –explica el Papa–, entonces se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y más allá de ella”[6]. Así ayudamos a que las cosas mejoren en casa, en la escuela, en el trabajo y en el mundo, y Dios, que es bueno, nos recompensará, como hizo con el matrimonio de Sunem que le tendió la mano al profeta Eliseo[7].
¿Cuál es la mayor recompensa que Dios te puede dar? Hacer tu vida plena en esta tierra y eternamente feliz con él en el cielo[8]. Así que ama a Jesús, sin anteponerle nada, para que puedas amar de verdad, hacer el bien y alcanzar la maravilla que él te ofrece.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] El Caballero de la armadura oxidada, Ed. Obelisco, S. A., Barcelona, 2002.
[2] Los miserables, secucoahuila.gob.mx, p. 97.
[3] Cf. Deus caritas est, 5.
[4] Cf. 2ª. Lectura: Rm 6, 3-4. 8-11.
[5] Homiliae in Evangelia, 57.
[6] Ángelus, 28 de junio 2020.
[7] Cf. 1ª. Lectura: 2 Re 4, 8-11.14-16.
[8] Cf. Sal 88.