No teman, ustedes valen mucho. Den testimonio de mi (cf. Mt 10, 26-33)
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A veces tenemos miedo. Y es normal. El problema empieza cuando dejamos que el miedo nos tenga a nosotros. Porque entonces terminamos encerrándonos en nosotros mismos y abandonando la gran misión que Jesús nos ha confiado: compartir con todos la buena noticia de que en él, Dios ha venido a salvarnos[1].
¿Y qué nos atemoriza? Que al dar testimonio de Jesús, la familia, los amigos, los compañeros y la gente nos tachen de “raros” y “aburridos”. Que digan que no sabemos vivir, y que estamos fuera de moda. Que se burlen, que nos hagan bullying en las redes sociales, que se alejen de nosotros, que nos aíslen, y que ya no nos inviten a sus reuniones y fiestas.
Pero, ¿eso es lo peor que puede pasarnos? No. Eso es lo que Jesús quiere que entendamos. Por eso, haciéndonos ver más allá de lo inmediato, nos dice: “No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo”.
¿Y quién es ese? Tú mismo. Porque son tus decisiones las que te salvan o las que te condenan. De ti depende ser fiel a Jesús, o, dejándote enredar por el diablo, negarlo por miedo al rechazo social. “El único temor que debe tener el discípulo –recuerda el Papa– es el de perder… la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado”[2].
No condenes a tu alma a la muerte. No permitas que nada ni nadie te haga renunciar a tu identidad y a tu dignidad de hijo del Padre, de hermano de Jesús, de templo de su Espíritu, y de hermano de todos. No dejes que algo te haga despojarte de la vida plena y eterna que solo Dios te puede dar.
Si por temor al que dirán te vuelves egoísta, superficial, indiferente a Dios y adicto a los placeres; si por temor a que te hagan menos tratas mal a la gente y la criticas; si por temor a sentirte fracasado te llenas de cosas, aunque tengas que pasar por encima de los demás, entonces estarás matando tu alma y arrojándola con tu cuerpo al lugar de castigo.
Para que eso no suceda, Jesús, como explica san Juan Crisóstomo: “nos hace superiores a las ofensas y humillaciones”[3]. ¿Cómo? Revelándonos que el Padre, creador, sostén y meta de todo, nos ama y cuida de nosotros, porque valemos mucho para él. Saberlo eleva nuestra autoestima. Así ya no tenemos necesidad de andar mendigando la aceptación social, dispuestos a degradarnos, traicionando lo que somos: hijos de Dios.
Recuerda que Dios, que todo lo puede, está a tu lado y siempre te ayudará a salir adelante[4]. Jamás te desoirá[5]. Déjale que te fortalezca a través de su Palabra, de la Eucaristía, de la Liturgia, de la oración y del prójimo, para que, venciendo el temor, des testimonio de él en casa, en la escuela, en el trabajo y en tus ambientes, amando y haciendo el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª. Lectura: Rm 5,12-15.
[2] Ángelus, 21 de junio 2020.
[3] Cf. Homiliae in Matthaeum, hom. 34, 3.
[4] Cf. 1ª. Lectura: Jr 20,10-13.
[5] Cf. Sal 68.