“Amen a sus enemigos” (cfr. Mt 5, 38-48)
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El inspector Javert estaba confundido. Jean Valjean, el exprisionero que había sido condenado a 19 años de prisión por robar un pan y al que había perseguido sin misericordia, le había salvado la vida, a sabiendas de que quería encarcelarlo.
“Jean Valjean lo desconcertaba –comenta Victor Hugo–… dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la venganza con la piedad… salvando al que le había golpeado… una justicia de Dios, contraria a la justicia de los hombres”[1].
Quizá Jean Valjean había comprendido aquello que dice san Pablo: “Ustedes son templo de Dios”[2]. Por eso, a pesar de todo lo que había sufrido y de todos sus errores, decidió no perder lo que había recuperado: la dignidad de hijo de Dios. De ese Dios que es compasivo y misericordioso[3]. De ese Dios que por nuestro bien nos dice: “No odies a tu hermano. No te vengues ni guardes rencor. Ama a tu prójimo como a ti mismo”[4].
Por eso Jean Valjean procuró ser bueno y hacer el bien. Hizo lo que pudo para mejorar su vida y la de muchos, incluso la de aquellos que no lo querían, escuchando a Jesús, que nos dice: “Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos”.
Amando, “se evitan –dice san Jerónimo– los pecados en sus principios”[5]. “Nuestro Padre –recuerda el Papa–, ama siempre a todos… Amados por Dios, estamos llamados a amar… Esta es la revolución de Jesús, la más grande de la historia: la que pasa del odio al amor… la única solución es el camino de Jesús: el amor… Elijamos hoy el amor, aunque cueste… Así… el mundo será más humano”[6].
Tu vales mucho. Dios es tu Padre. Para eso, a pesar de tus ofensas y del mal que has hecho, envió a Jesús, quien, sin detenerse ante tus cerrazones, ingratitudes y traiciones, te amó y dio la vida para liberarte del pecado, compartirte su Espíritu y hacerte hijo de Dios, partícipe de su vida por siempre feliz.
Vive conforme a esta dignidad. Sé perfecto, como tu Padre Dios, que es amor y que ama, sin dejarse condicionar ni limitar. Sé lo que eres: hijo suyo. No dejes que el virus del odio y del rencor aniden en ti y te destruyan. No permitas que algo que te lastimó, te siga hiriendo. No te dañes, ni dañes a otros. No destruyas. ¡Reconstruye! Reconstrúyete a ti y ayuda a reconstruirse a los que no te quieren.
Solo así las cosas mejorarán. Solo así serás libre, sin condicionamientos que te limiten. Libre de resentimientos que amargan y reabren las heridas. Libre de deseos de venganza, que quitan tiempo y creatividad. Y siendo libre para amar, ayudarás a que en casa y en el mundo se rompa el círculo vicioso del “me haces-te hago”, que tanto daño nos hace a todos, y estarás avanzando para ser perfecto, como nuestro Padre celestial es perfecto.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Los miserables, secucoahuila.gob.mx, pp. 264-265.
[2] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 3,16-23.
[3] Cf. Sal 102.
[4] Cf. 1ª Lectura: Lv 19,1-2.17-18.
[5] En Catena Aurea, 3538
[6] Homilía en Bari, 23 de febrero 2020.