Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16)
…
“Soy un fracaso –decía un joven a su amiga–, todo me sale mal. No valgo nada”. Ella sacó un billete, y mostrándoselo, le preguntó: “¿Sabes cuánto vale?”. “500 pesos”, respondió él. “¿Lo querrías?”, preguntó ella. ”¡Claro!”, exclamó él. Entonces ella arrugó el billete, lo tiró y lo restregó en el suelo. Luego, levantándolo, le preguntó: “¿Todavía lo quieres?”. “¡Claro! –contestó él– Aunque esté sucio sigue valiendo 500 pesos”. “Lo mismo es contigo –concluyó ella–. Pase lo que pase, siempre seguirás siendo valioso”.
¡Eso es lo que Jesús quiere que entendamos! Por eso nos dice: “Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo”. Así eleva nuestra autoestima, haciéndonos ver la maravilla que somos. ¡Y cómo lo necesitamos! Porque a veces, al mirar solo nuestras limitaciones y nuestros errores, nos sentimos tan inseguros, que comenzamos a imitar lo que está de moda. Así, sin pensarlo mucho, repetimos lo que otros dicen y hacen, hasta terminar siendo una mala copia de conductas nada buenas.
Eso nos estanca. Nos va echando a perder. Nos impide hacer algo para que nuestra vida y la vida de los demás sea mejor. Porque como dice un autor: “cuando no hay nada que desafiar, no se alimenta el dinamismo”[1]. Pero en Jesús, Dios se hace uno de nosotros para sacarnos del abismo del pecado y hacernos ver lo que somos y lo que con él, que es la luz del mundo[2], podemos llegar a ser: ¡partícipes de su vida plena y eterna!
Solo necesitamos unirnos a él a través de su Palabra, de la Eucaristía, de la Liturgia, de la oración y del prójimo, y, confiando en su poder[3], ser lo que por él somos: sal de la tierra y luz del mundo. Y por mundo, como explica san Agustín, debemos entender a las personas que están en el mundo[4].
Esas personas son tu esposa, tu esposo, tus papás, tus hijos, tus hermanos. Esas personas son tus compañeros de comunidad, de escuela, de trabajo. Esas personas son la gente que te rodea, especialmente la más necesitada. ¿Y qué te toca hacer? Purificar, dar sabor, conservar e iluminar.
Purifícate a ti y purifica tus ambientes de cualquier actitud, gesto, palabra o acción que pueda molestar, humillar, maltratar, amenazar u ofender a alguien. Dale sabor a tu vida y a la vida de los demás compartiendo tu tiempo y tus cosas con tu familia y con quien más lo necesita[5]. Se luz, como dice el Papa, ayudando a los que te rodean a encontrar a Dios, haciéndoles experimentar, con tus buenas obras, su bondad y su amor[6].
Quizá sientas que las cosas en casa y en el mundo están demasiado desabridas y oscuras como para hacer algo. No te desanimes. No permitas que todo siga igual. No renuncies a ser luz[7]. ¡Tu puedes ayudar a que todo mejore! Recuerda aquello que dice el refrán: “es mejor encender una luz, que maldecir la oscuridad”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
_______________________
[1] Douthat Ross, La sociedad decadente, Ed. Planeta, Barcelona, p. 104.
[2] Cf. Aclamación: Jn 8,12.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 2,1-5.
[4] Cf. De Sermone Domini, 1, 6.
[5] Cf. 1ª Lectura: Is 58, 7-10.
[6] Cf. Ángelus, Domingo 9 de febrero de 2020.
[7] Cf. Sal 111.