Yo soy la resurrección y la vida (cf. Jn 11, 1- 45)
…
Seguramente todos hemos tenido la pena de perder a un ser querido; quizá papá, quizá mamá, quizá un hermano, quizá la esposa o el esposo, quizá un amigo, quizá un hijo.
Y probablemente hemos sentido lo mismo que san Agustín, que decía: “La vida que se perdió en los que mueren es muerte para los que siguen viviendo”[1].Eso era lo que sufrían Marta y María; Lázaro, su hermano, había muerto. ¡Qué difícil sería la vida sin el! No volver a mirarlo, no volver a escucharlo, no volver a hablar con él. Nada sería igual. Y a ese dolor se sumaba la pregunta: ¿Qué no podía Jesús, su amigo, haber hecho que Lázaro no muriera?
¡Cuántas veces nos hemos preguntado lo mismo! ¿Porqué por más que le rezamos, Jesús no curó a esa persona que se nos fue? ¿Porqué la vida, con su grandeza y sus dramas, finalmente se acaba? ¿Qué sigue? ¿Hay algo después?
Como hizo con Marta y con María, hoy Jesús se nos acerca en su Palabra, en la Liturgia –sobre todo en la Eucaristía–, en la oración y en el prójimo, para hacernos ver que con él todo está solucionado. “Yo soy la resurrección y la vida –nos dice–. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Él ha venido a rescatarnos del sepulcro mortal del pecado y a unirnos a Dios, en quien somos felices por siempre[2]. Gracias a Jesús, que amando hasta dar la vida nos ha dado vida, esa persona que tanto amabas y que ya murió, no ha dejado de existir. ¡Sigues unido a ella! Tanto, que tú puedes rezar por su eterno descanso y ella puede interceder por ti[3], para que lleves una vida guiada por el Espíritu Santo, que es el amor, y así, cuando llegue el momento, el Señor resucite tu cuerpo mortal[4].
Para eso debes hacerle caso a Jesús, que nos dice: “Quiten la piedra”. Quita de tu vida la piedra del egoísmo, la injusticia, la envidia, la indiferencia y el rencor. “Cambia de vida –exhorta san Agustín–, pon término a la muerte” [5].¡Sal del sepulcro del pecado! No pienses que es imposible. Jesús puede hacer que tú, que tu familia y que el mundo resuciten a una nueva vida, plena y eterna. Para eso, como recuerda el Papa, desde tu bautismo te dio la fuerza del Espíritu Santo[6].
¡Échale ganas! Como Jesús, mira al cielo y habla con Dios. ¡Confía en él[7]! Así, a pesar de todas las dificultades y penas, el Padre resucitará cada día en ti la esperanza, y la podrás compartir con los demás, teniendo presente que, como decía Benedicto XVI: “Quien tiene esperanza vive de otra manera”[8]. Vive amando y haciendo el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
__________________________
[1] Confesiones, IV, 4,3; 7, 1; 9, 1.
[2] Cf. 1ª Lectura: Ez 37,12-14.
[3] Cf. Lumen gentium, 50; Catecismo de la Iglesia Católica, 354-355.
[4] Cf. 2ª Lectura: Rm 8,8-11.
[5] Sermón 139A, 2.
[6] Cf. Ángelus, 29 de marzo 2020.
[7] Cf. Sal 129.
[8] Cf. Spe salvi, 2.

