Nadie es profeta en su tierra (cf. Lc 4,21-30)
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Pedro Bernardone estaba furioso; su hijo, hábil para el comercio, en lugar de lujos y fiestas, comenzó a gastar en limosnas y en reparar una iglesia en ruinas. ¡Hasta vendió telas del negocio familiar y su caballo para sus obras de caridad!
Y aunque recuperó su dinero, sintiéndose herido en su orgullo porque la gente decía que el joven se había vuelto loco, lo golpeó, lo castigó y lo llevó ante el obispo para hacer que renunciara a su herencia. Entonces el muchacho se desnudó completamente y le entregó todo a su papá diciendo: “Hasta ahora te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir: Padre nuestro, que estás en el cielo” [1]. Aquel joven era san Francisco de Asís, uno de los santos más queridos y admirados de todos los tiempos.
¿Porqué rechazó Pedro Bernardone a su hijo? Porque no se amoldó a sus ideas de éxito económico y de prestigio social. Le agradaba que gastara el dinero en lujos y fiestas, porque eso daba renombre a su familia, pero no que lo hiciera en limosnas. Eso fue lo que sucedió a los paisanos de Jesús; al ver que no entraba en sus esquemas y que no actuaba como ellos querían, se sintieron ofendidos y trataron de acabar con él. Ya lo dice san Cirilo: se desprecian aún las cosas mejores, cuando no suceden como queremos[2].
También puede ser que, al ver que Jesús no se ajusta a nuestras ideas y no hace lo que queremos, nos sintamos agredidos y lo echemos fuera de nuestra vida, pensando que no lo necesitamos; que la ciencia y la tecnología lo resuelven todo, y que interesarse solo en uno mismo, usar a la gente, llenarse de cosas, tener dinero y gozar de todo es lo que hace que valga la pena vivir. Y si algún familiar, un amigo, la Iglesia o alguien, tratando de ayudarnos, nos dice lo contrario, nos sentimos atacados y los mandamos a volar.
Pero actuando así, los que perdemos somos nosotros. Porque el egoísmo, las cosas, el dinero y los placeres, además de que son limitados y no llenan completamente, tarde o temprano se terminan. Por eso Jesús nos sigue echando la mano. No se “engancha” con nuestros desaires. Como hizo con sus paisanos, continua su camino, haciendo lo que el Padre le ha encomendado: salvarnos, diciéndonos todo lo que él le ha mandado[3].
¿Porqué lo hace? Por amor. Si nos dejamos encontrar por él y lo escuchamos a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas, veremos todo con claridad. Nos daremos cuenta que nos ama y que está de nuestro lado. Que lo ha dado todo para, mediante el bautismo, compartirnos su Espíritu, unirnos a su cuerpo, la Iglesia, y hacernos hijos de Dios, partícipes de su dicha eterna, que consiste en amar.
Jesús nos invita a disfrutar desde ahora de esa alegría, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios y serviciales, perdonando y pidiendo perdón[4]. Así, libres de la prisión del egoísmo, del pecado y de los prejuicios, podemos caminar juntos como familia y como sociedad, encontrándonos y escuchándonos unos a otros para distinguir bien lo que todos necesitamos: “personas –dice el Papa– que anuncien esperanza y salvación… personas dedicadas al servicio de todos”[5].
Quizá quieras ser de esas personas. Pero, ¿y si por más que le haces, tu familia y los que te conocen te tienen “etiquetado” y no te escuchan? ¿Qué hacer si te mandan a volar? Confiar en la ayuda de Dios[6], y, como Jesús, no “engancharte”, ni dejarte arrojar al precipicio de la derrota, el desánimo y el resentimiento, sino abrirte paso y seguir adelante, hasta llegar a la meta, amando y haciendo el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. San Buenaventura, Leyenda Mayor, 1. 3-5.
[2] Cf. en Catena Aurea, 9422.
[3] Cf, 1ª Lectura: Jr 1,4-5. 17-19.
[4] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 12, 31-13,13.
[5] Cf. Ángelus, 3 de febrero de 2019.
[6] Cf. Sal 70.

