Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3, 14- 21)
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En nuestro camino de preparación para vivir la Pascua de Cristo, este IV Domingo de Cuaresma, llamado “Laetare”, nos invita a la alegría. Pero, ¿podemos alegrarnos, a pesar de nuestras debilidades y errores, de las penas, los problemas y ahora una pandemia que nos ha cambiado la existencia, se ha llevado a muchos y nos amenaza de muerte?
La respuesta nos la da Jesús conversando con Nicodemo, a quien ayuda para que no titube más, no se deje arrastrar por el ambiente y dé el salto de fe, haciéndole ver, lo mismo que hoy a nosotros: que somos infinita e incondicionalmente amados por Dios; tanto, que ha entregado a su Hijo para que tengamos vida eterna ¡Ese es el motivo de nuestra alegría!
Jesús no ha venido a condenar, sino a salvar. No viene a echarnos en cara nuestros errores y dejarnos igual ¡Al contrario! Así como Dios liberó a Israel de la esclavitud y lo reconstruyó por medio de Ciro, rey de Persia[1], Él mismo se ha hecho uno de nosotros en Jesús y nos ha amado hasta dar la vida en la cruz para resucitarnos de la muerte del pecado y reservarnos un sitio en el cielo[2].
“Dios –dice el Papa– es más grande que nuestras debilidades, nuestras infidelidades, nuestros pecados… tomemos al Señor de la mano… y sigamos adelante[3]. Eso es lo que Jesús nos pide: que creamos en Él. Que no prefiramos las tinieblas. Que no nos resignemos a vivir en el “exilio” del pecado, buscando otra alegría que no sea Dios[4]. Que no permitamos que la soberbia personal ame, como decía san Agustín: “una parte del todo haciendo de ella un falso todo”[5].
Actuemos conforme a la verdad y acerquémonos a Dios. “Él, –confiesa san Agustín– es el lugar de la paz imperturbable… Encomienda a Dios todo lo que de él has recibido, con la seguridad de que nada habrás de perder: florecerá en ti lo que tienes podrido… Lo que hay en ti de fugaz y perecedero será reformado y adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas retroceden, sino que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios estable y permanente”[6].
Dejémosle a Dios que nos abrace y nos salve a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo. Así recibiremos su Espíritu de Amor para vivir como hijos suyos, imitando a Jesús, que no vino a condenar sino a salvar. No condenemos a la esposa, al esposo, a los hijos, a los papás, a los hermanos, a los compañeros, a la Iglesia, a la sociedad y a los necesitados. Como Jesús, con el poder del amor, que es comprensivo, justo, paciente, solidario, servicial y capaz del perdón, construyamos una familia y un mundo en el que todos podamos vivir con dignidad, realizarnos y alcanzar la salvación.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: 2 Cr 36, 14-16. 19-23.
[2] Cf. 2ª Lectura: Ef 2, 4-10.
[3] Cf. Ángelus 11 de marzo 2018.
[4] Cf. Sal 136.
[5] Confesiones, III, 4, 8.
[6] Ibíd., IV, 11, 1.