Yo soy la luz del mundo (cf. Jn 9, 1-41)
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A veces no vemos bien. No nos distinguimos a nosotros mismos, a los demás, al mundo y a Dios. Nos quedamos en las apariencias[1]. Y eso nos encierra en nosotros mismos y nos hace vulnerables a la manipulación de nuestras pasiones y de otras personas. Porque al no vernos integralmente, terminamos pensando que solo somos lo más superficial: nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestras ideas, ignorando nuestra alma, a los demás, a Dios y la vida eterna que él nos ofrece.
Por eso le damos prioridad a los placeres, a lucir una gran figura y a divertirnos. Nos dejamos llevar por lo que sentimos, sin importar la familia y los demás. Creemos que no hay mejores ideas que las nuestras, y tratamos de imponerlas a todos. Así terminamos siendo ciegos que dependen de la moda, de sus pasiones y de sus ideas, sin ver las necesidades y los sueños de la esposa, del esposo, de los hijos, de los papás, de los hermanos, de los compañeros y de los más necesitados, y desconociendo el resto de la realidad, a Dios y la eternidad.
Pero aunque no lo veamos, Dios sí nos ve. Nos ve con amor y nos rescata de esa ceguera a la que el pecado nos condena[2], enviando a Jesús, que, haciéndose uno de nosotros, nos hace ver lo que somos y lo que con él podemos ser: hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz. Lo único que nos pide es lavarnos del pecado en el amor del Espíritu Santo, que recibimos en el bautismo, y que nos ilumina constantemente a través de su Palabra, de la Liturgia –sobre todo de la Eucaristía–, de la oración y del prójimo.
Así, como el ciego de nacimiento, quedaremos curados. “Con la luz de la fe –dice el Papa–, aquel que era ciego… es capaz de ver su vida y el mundo… porque ha entrado en comunión con Cristo”[3]. Eso le dio tal seguridad que, como hace notar san Juan Crisóstomo, a pesar de las presiones, “no rehusó manifestarse a sí mismo para proclamar a su bienhechor”[4].
“Anduve como despedazado mientras lejos de ti vivía –confiesa san Agustín–… Pero… brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera”[5]. ¡Date la oportunidad de ver bien! Deja que Jesús te sane con su Espíritu de Amor y te muestre lo que eres y lo que es el mundo, y lo que tu y el mundo pueden ser. Entonces serás libre y vivirás con tal dignidad, que irradiarás la luz de su amor para mejorar la vida de los demás, con bondad, santidad y verdad[6].
Que nada te haga renunciar a tu identidad cristiana; ni las enfermedades, ni las penas, ni los problemas en casa, ni los conflictos en la escuela o en el trabajo, ni las modas, ni las ideologías, ni los rechazos, ni las críticas a la Iglesia, ni las fallas del clero y de los laicos. Mantente fiel a Jesús, amando como enseña. Así, cuando llegue el momento de salir de este mundo, te encontrarás con él y serás feliz por toda la eternidad.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: 1 Sam 16,1.6-7.10-13.
[2] Cf. Sal 23.
[3] Ángelus 22 marzo 2020.
[4] In Ionannem, hom. 56.
[5] Confesiones, II, 1, 1; VII, X, 18, 27.
[6] Cf. 2ª. Lectura: Ef 5,8-14.

