Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré (cf. Jn 2, 13- 25)
…
San Cipriano, que en el siglo III enfrentó con fe, esperanza, amor y creatividad la epidemia de peste, aconsejaba: “Unas veces habla con Dios, otras contigo”[1]. A esto estamos invitados en Cuaresma: a encontrarnos con nosotros mismos encontrándonos con Dios ¡Así descubriremos que somos una maravilla!
Porque no somos la suma de nuestras virtudes y defectos, de nuestros éxitos y fracasos, del dinero y de las cosas que tenemos ¡Somos imagen y semejanza de Dios! ¡Somos hijos suyos en el Hijo! ¡En nosotros habita su Espíritu! ¡Somos templo de Dios!
Pero a veces dejamos que entren en nosotros actitudes que, como dice el Papa, hacen de nuestra alma, que es la casa de Dios, un mercado en el que buscamos nuestro interés en vez de el amor generoso y solidario[2].
Eso sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios, celebramos la Liturgia, oramos y hacemos alguna obra de caridad, no por amor, sino esperando que Dios haga lo que queremos; cuando decimos que creemos en Él, pero no vivimos como enseña; cuando pensamos que se vale usar y desechar a los demás para sacar ventaja.
¿Y cuál es el resultado? Matrimonios fracasados, familias destruidas, sociedades plagadas de injusticia, pobreza, corrupción, contaminación, violencia y muerte, y una vida vacía, sin sentido y sin futuro.
Pero al igual que en aquel tiempo, Jesús nos ayuda echando fuera el pecado que nos destruye, y enseñándonos cómo vive un hijo de Dios: amando. Es lo que nos hace ver cuando dice: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Por eso san Pablo comenta: “nosotros predicamos a Cristo crucificado”[3].
Amando hasta dar la vida, Jesús nos ha demostrado que el amor, que en definitiva es Dios, es el verdadero poder, capaz de hacer triunfar para siempre el bien y la vida. Ese es el camino para realizarnos, para progresar, para construir un mundo mejor y para alcanzar la eternidad.
Y para que no confundamos el amor con lo que no lo es, Dios nos ha dado, como “clave”[4], los Diez Mandamientos[5]. ¿Se acuerdan de su fórmula catequética? Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No robarás. No darás falso testimonio ni mentirás. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. No codiciarás los bienes ajenos[6].
De lo que se trata es de amar a Dios y amar al prójimo. Y por amor, como dice san Agustín, esforzarnos por corregir todo lo malo que encontremos en nosotros mismos, en nuestra familia, y en nuestra sociedad[7], no por la mala, sino como Jesús: amando hasta darlo todo, haciendo siempre el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
________________________________________
[1] Carta a Donato, 15.
[2] Cf. Ángelus, 4 de marzo 2018.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 1, 22, 25.
[4] Cf. Sal 18.
[5] Cf. 1ª Lectura: Ex 20, 1-17.
[6] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Segunda Sección, Los Diez Mandamientos.
[7] Cf. Catena Aurea, 12214.