Yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios (cf. Jn 1, 29-34)
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Seguramente tienes muchos sueños. Pero sin duda el más grande es ser feliz. ¿Y sabes qué? Que la única manera de alcanzarlo es estar atento para descubrir cómo serlo. Eso fue lo que hizo Juan el Bautista, quien entendió que solo en Dios podemos ser plena y eternamente felices. Lo demás, por maravilloso que sea, por mucho que nos haga sentir bien y por más que dure, no es perfecto, es limitado, y un día se termina.
Por eso Juan estaba abierto a Dios. Sabía que él, que nos ha creado, que nos ama y que todo lo puede, no nos dejaría abandonados en el laberinto sin salida en el que nos metimos al pecar, sino que nos enviaría un salvador. Y así fue. Y para prepararnos a recibirlo, Dios, además de involucrarlo, le hizo saber a Juan cómo distinguir a ese salvador: sería aquel sobre quien se posara el Espíritu Santo.
¡Y el momento llegó! Jesús vino al Jordán y le pidió que lo bautizara. Juan, cumpliendo la misión que Dios le había confiado y atendiendo al deseo del recién llegado, lo bautizó. Entonces vio cómo el Espíritu Santo se posaba en Jesús. ¡Era él! ¿Y qué hizo? Compartió con muchos esta alegría, diciendo: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
Jesús, Dios hecho uno de nosotros, es aquel a quien el Padre ha enviado para traer su salvación a toda la tierra[1]. ¿Y qué dijo Jesús a este plan del Padre? “Aquí estoy”[2]. ¡Le entró a cambiarnos la vida y hacerla mejor! Él ha venido para que, quien lo reciba, llegue a ser hijo de Dios, partícipe de su vida por siempre feliz[3].
Ese mismo Jesús, que como recuerda san Gregorio, liberándonos del pecado cambia nuestra corrupción por la gloria de la incorrupción[4], viene a nosotros en su Palabra, en la Eucaristía, en la Liturgia, en la oración y en el prójimo. ¡Reconozcámoslo! Y como aconseja el Papa, aprendamos del Bautista: “a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús” [5]. ¡Hay que conocerlo más! Porque en Jesús, que nos comparte su Espíritu, somos pueblo de Dios, familia de Dios.
Encontrándonos con Jesús y conociéndolo cada vez mejor, podremos, como Juan, dar testimonio de él. Un testimonio que no sea teórico, sino fruto de haber experimentado su amor, que llena por completo. Ese amor que nos santifica[6]. Ese amor que, como decía Benedicto XVI, unifica razón, voluntad y sentimiento[7]. Ese amor que nos hace colaborar con Jesús para quitar el mal que hay en nosotros, en casa y en el mundo, y hacer que todos seamos uno en Dios, que nos hace totalmente felices, sin límite y sin final.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Is 49, 3.5-6.
[2] Cf. Sal 39.
[3] Cf. Aclamación: Jn 1,14.12.
[4] Cf. Moralium, 8, 32.
[5] Ángelus, 19 de enero 2020.
[6] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 1,1-3.
[7] Cf. Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007, p. 121.