Preparen el camino del Señor (cf. Lc 3, 1-6)
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Todos tenemos esperanzas, grandes o pequeñas. Pero cuando se cumplen, nos damos cuenta que no lo eran todo, y que además no hacen que las penas, los problemas y la muerte se terminen.Entonces descubrimos que solo podemos contentarnos con algo infinito: Dios, que, como dice Benedicto XVI, nos da la garantía de que existe aquello que esperamos: la vida que es “realmente” vida[1].
Eso es lo que anuncia el Señor a través del profeta Baruc cuando dice: “Despójate de tu vestido de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria que Dios te da”[2]. Él pondrá fin a todos nuestros sufrimientos y a la muerte, y nos hará partícipes de su vida por siempre feliz.
Para eso nos creo. Y aunque cometimos el error de desconfiar de él y pecamos, envió a Jesús para que, con el poder del amor, amando hasta hacerse uno de nosotros y dar la vida, restaurara todas las cosas y las llevara a plenitud. Así ha cambiado para siempre nuestra suerte, como los ríos cambian la suerte del desierto[3].
Lo único que tenemos que hacer es recibirlo. Y a eso nos ayuda el Adviento; nos prepara para recibir a Jesús, celebrando su nacimiento en Navidad y aguardando su retorno glorioso. ¿Cómo hacerlo? Nos lo dice Juan el Bautista: quitando los obstáculos que impiden a Jesús llegar a nuestras vidas, y que nosotros mismos hemos colocado.
Porque con nuestro egoísmo torcemos el camino y lo hacemos tan sinuoso que nos perdemos. Porque con nuestras envidias, rencores e indiferencias, provocamos barrancos tan profundos que nos dejan incomunicados. Porque con nuestra soberbia hacemos crecer la montaña de la vanidad de tal manera que, como un muro, nos deja encerrados.
Por eso, por nuestro bien, debemos enderezar el camino, buscando con honestidad la verdad, que en definitiva es Dios. Debemos rellenar los baches, siendo sensibles hacia los demás, empezando en casa. Debemos rebajar la montaña de la vanidad, ubicándonos con humildad. Y en este esfuerzo Jesús nos ayuda.
Encontrémonos con él y escuchémoslo en su Palabra, en la Liturgia, en la Eucaristía, en la oración y en las personas. Encontrémonos con nosotros mismos y escuchémonos. Encontrémonos con los demás y escuchémoslos. Así podremos distinguir la realidad y descubrir lo que debemos enderezar, rellenar y rebajar para preparar el camino del Señor, de modo que pueda llegar a nosotros.
Él nos renovará para que, eligiendo siempre lo mejor, que es el amor[4], seamos, como el Bautista, promotores de esperanza para la familia y los que nos rodean, especialmente los más necesitados. Hagámoslo teniendo presente aquello que dice san Gregorio Magno: “Todo el que predica la verdadera fe y las buenas obras, ¿qué otra cosa hace sino preparar los corazones de los que le oyen para el Señor que viene?” [5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Spe salvi, 30-31.
[2] Cf. 1ª Lectura: Bar 5, 1-9.
[3] Cf. Sal 125.
[4] Cf. 2ª Lectura: Flp 1, 4-6; 8-11.
[5] Homilíae in Evangelia, hom. 20.