Soy rey (cf. Jn 18,33-37)
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Un niño llegó a una cafetería, se sentó y preguntó a la mesera: “¿Cuánto cuesta un helado doble de vainilla?”. “Cincuenta pesos”, respondió ella. Después de contar pensativo el dinero que llevaba, el niño volvió a preguntar: “¿Y uno sencillo?”. “Cuarenta”, contestó impaciente la mesera. Estaba de malas porque aunque se había esmerado atendiendo a varios clientes, ninguno le había dado propina. Finalmente el niño dijo: “Uno sencillo, por favor”. La mesera trajo el helado, la cuenta y se fue. Cuando regresó a limpiar, se llevó una sorpresa: el niño le había dejado diez pesos. Era su propina.
En comparación a clientes con más posibilidades, a la mesera el niño le había parecido alguien sin importancia. Pero a diferencia de los otros, que solo la habían hecho ir y venir sin darle nada, el niño fue el único que realmente hizo algo por ella. Y es que muchas veces, encerrados en nosotros mismos, nos quedamos en lo inmediato, en las apariencias. Encasillamos a los demás en nuestros esquemas, y no sabemos encontrar, escuchar y discernir, es decir, distinguir la realidad para elegir bien.
Eso fue lo que le pasó a Pilato. Al tener delante a Jesús, acusado por los judíos de declararse Mesías, es decir, rey, aunque reconoció que no había delito cuando él aclaró que su Reino no es de este mundo, al verlo sin la clase de poder al que estaba acostumbrado, dijo con ironía: “¿Con que tú eres rey?”.
Quizá también nosotros, al ver que después de dos mil años de su encarnación, muerte y resurrección, siguen habiendo desastres naturales, penas y problemas, preguntemos si realmente Jesús tiene algún poder para hacer nuestra vida plena y eterna; si de verdad funciona su estilo de vida, que consiste en amar, y, por amor, ser comprensivos, pacientes, justos, solidarios, serviciales, perdonar y pedir perdón.
Pero Jesús, que vino a dar testimonio de la verdad, nos ayuda a distinguir la realidad haciéndonos ver que él es Dios, el creador que mantiene al universo[1], que se ha hecho uno de nosotros para rescatarnos del lío en que nos metimos al pecar y hacernos partícipes de su Reino[2], que no es de este mundo, porque su estilo de poder es muy distinto al que estamos acostumbrados. ¡Su Reino es infinitamente más grande!
A diferencia de los poderes terrenos que, por fuertes que sean, tarde o temprano se terminan, el suyo nunca acabará[3]. Y aunque no sea de este mundo, eso, como explica san Agustín, no significa que no esté aquí[4]. ¡Está en nosotros! “Basta con que dejes que el amor de Dios radique en tu corazón –dice el Papa– y tendrás paz, libertad y plenitud”[5].
Su Reino le da sentido a la vida, porque nos ofrece una meta y un camino, haciéndonos ver que solo el amor es capaz de sacarnos adelante y de ayudarnos a construir un matrimonio, una familia y un mundo mejor para todos, hasta llegar al encuentro definitivo con Dios, en quien seremos por siempre felices.
Comprendiéndolo, encontrémonos con Jesús y escuchémoslo en su Palabra, en Liturgia, en la Eucaristía, en la oración y en las personas. Así distinguiremos bien para reconocerlo como nuestro Rey, y decidirnos a reinar eternamente con él, amando a Dios y al prójimo. Y si alguien nos dice que amar y hacer el bien no funciona en este mundo, demostrémosle con obras que el verdadero poder, capaz de mejorarlo todo, es el amor.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 92.
[2] Cf. 2ª Lectura: Ap 1,5-8.
[3] Cfr. 1ª Lectura: Dn 7,13-14.
[4] En Catena Aurea, 13833.
[5] Ángelus, 25 de noviembre 2018.

