Tu eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco (cf. Lc 3,15-16.21-22)
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Todos soñamos con que las cosas sean mejor en nuestra vida, en casa y en el mundo. Y tenemos la esperanza de que alguien nos eche la mano para que eso se haga realidad. También la gente del tiempo de Jesús sentía ese anhelo. Por eso, al ver lo que Juan el Bautista decía y hacía, pensaron que él era el esperado.
Pero Juan, que sabía dejarse guiar por Dios, no perdió el piso; no negó lo que era, pero no se creyó lo que no era, sino que, ubicándose, aclaró: “Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo… Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”. Así, el Bautista nos enseña dos cosas muy importantes: a ubicarnos y a poner nuestra esperanza en el único que puede salvar: Dios.
Ubicarse es ser realista. Es reconocer lo que se es. Es tener claro que no somos ni lo único, ni lo mejor. Que somos parte de un todo: de la familia, de la Iglesia, de la sociedad y del universo. Que por eso caminamos juntos, y que nos toca hacer nuestra parte para bien de todos, conscientes de que solo Dios puede hacernos ver qué es eso que nos toca hacer y ayudarnos a llevarlo a cabo.
Ese Dios que está aquí, hecho uno de nosotros en Jesús para ayudarnos[1], como lo demuestra al caminar junto a la gente para bautizarse. Él camina a nuestro lado para llevarnos al Padre. Lo hace con el poder del amor, amando hasta dar la vida. Así nos ha compartido su Espíritu, que nos renueva[2], liberándonos del pecado y haciéndonos hijos de Dios, familia de Dios[3], partícipes de su vida por siempre feliz.
Eso es lo que Jesús manifiesta al bautizarse en el Jordán. Ahí, como explica san Ambrosio, hizo que las aguas tuviesen virtud para bautizar[4]. Por eso, el día que fuimos bautizados, Dios, creador de todo, nos mejoró; nos liberó del pecado original y de los pecados que habíamos cometido, nos compartió su Espíritu y nos unió de tal manera al cuerpo de Jesús, la Iglesia, que, adoptándonos, nos declaró hijos predilectos.
¿Qué nos toca hacer? Vivir como hijos suyos, amando. Y por amor, mejorar día a día, y ayudar a que todo mejore en casa y en el mundo. Para eso hay que imitar a Jesús, que, mientras se bautizaba, oraba. Unámonos a Dios a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas. Así distinguiremos, como dice el Papa, lo mucho que vale toda persona, siempre y en cualquier circunstancia[5].
Entonces seremos capaces de superar cualquier distancia, física, emocional, intelectual, económica, social o espiritual, para caminar juntos, como familia, como Iglesia y como sociedad, dedicando tiempo a encontrarnos y escucharnos para ayudarnos unos a otros a distinguir lo que Dios nos pide hacer para salir adelante, hasta llegar a la meta: la vida por siempre feliz.
Con el poder del amor, Jesús lo ha renovado todo. Colaboremos con él para que las cosas mejoren, empezando por nosotros mismos. Así, con el poder del amor, siendo comprensivos, pacientes, justos, solidarios y serviciales, perdonando y pidiendo perdón, ayudaremos a que todo sea mejor en casa y en el mundo, y el Padre podrá decirnos, como a Jesús: “en ti me complazco”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Is 42,1-4.6-7.
[2] Cf. Sal 28.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hch 10,34-38.
[4] Cf. en Catena Aurea, 9321.
[5] Cf. Fratelli tutti, 106.