Lo entregó para que lo crucificaran (cf. Mc 15, 1-39)
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No me enojo, ¡me hacen enojar! No chismeo, ¡me hacen hablar! No soy vicioso ni infiel, ¡me hacen caer! No soy rencoroso, ¡pero el que me la hace me la paga! No soy tramposo, ¡pero el que no tranza no avanza! Quiero a mi familia, ¡pero hay cosas más divertidas! Me dan pena los pobres, ¡pero no soy beneficencia! Me preocupan México y el mundo, ¡pero qué puedo hacer!
¿Cuántas veces hemos escuchado cosas como éstas? ¡Hasta las hemos pensado, dicho y hecho! Pero es muy peligroso, porque así corrompemos nuestra identidad y perdemos el control de nosotros mismos, de nuestra familia y del mundo, dejándonos arrastrar quién sabe a dónde y quién sabe por quién, hasta extraviarnos.
¡Qué diferente es Jesús! Él sí sabe quién es: Dios, hecho uno de nosotros para cumplir la misión que el Padre le ha confiado[1]: entrarle al mundo, que a raíz del pecado que cometimos se descompuso, para restaurarlo, mejorarlo y llevarlo a su plenitud sin final, de la única manera que es posible: amando y haciendo el bien.
Y aunque la tarea no fue fácil, Jesús no se echó para atrás[2]. No dejó de amar y hacer el bien, a pesar de las incomprensiones, las traiciones, el abandono, las envidias, los chismes, las burlas, las injusticias de las autoridades religiosas y civiles, la violencia, la ingratitud de la gente y hasta insultos de los que estaban crucificados con él.
¡No permitió que nada corrompiera su identidad! ¡No dejó que nada lo arrastrara y le hiciera perder el control! En los peores momentos permaneció fiel a quien era y a su misión, confiando en Dios y pidiéndole su ayuda para seguir adelante y llevarnos a la meta: ser por siempre felices con él[3].
Aunque le gritaban: “¡sálvate a ti mismo y baja de la cruz!”, no lo hizo. Como explica san Teofilacto, Jesús sabía que detrás de esas palabras estaba el demonio, que, consciente de que en la cruz, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, está la salvación, trataba de engañarlo[4].
Ahora nos toca hacer nuestra parte. Para eso, como Jesús, conservemos nuestra identidad ¡Somos imagen y semejanza de Dios! ¡Somos hijos suyos en el Hijo! ¡En nosotros habita su Espíritu! Como nuestro Padre, que es amor, amemos y hagamos el bien. Así iremos mejorando y ayudaremos a que todo mejore en casa y en el mundo.
No renunciemos a amar y hacer el bien, a pesar de las enfermedades, de las penas, de los problemas, de los chismes, de las ingratitudes, de las traiciones, de las burlas. Y como Jesús, “cuando nos encontremos en un callejón sin salida –dice el Papa– …y parezca que ni siquiera Dios responde… recordemos que no estamos solos” [5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Flp 2, 6-11.
[2] Cf. 1ª Lectura: Is 50, 4-7.
[3] Cf. Sal 21.
[4] Cf. en Catena Aurea, 7529.
[5] Homilía Domingo de Ramos, 5 de abril 2020.

