H. Matamoros. Mons. Christophe Pierre Nuncio Apostólico en México nos comparte el texto de su homilía en la clausura de la Asamblea Diocesana de Pastoral.
Queridas hermanas y hermanos,
“Mis ovejas escuchan mi voz;
yo las conozco y ellas me siguen”.
Son palabras de Jesús que la liturgia aclama hoy antes de la proclamación del Evangelio. “¡Yo las conozco!”, afirma categóricamente Jesús. Conoce a cada una de sus ovejas, a cada una y a cada uno de nosotros; y nos conoce en profundidad.
Afirmación reveladora de Jesús que podría movernos al temor. Pues Él –dice-, conoce todo de todos, de cada uno, y nos conoce individualmente. Conoce nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros esfuerzos y nuestras caídas. Y saber que Él nos conoce, podría, sí, justamente hacer que nos sintiéramos temerosos ante su presencia.
Pero, lo que realmente interesa a Jesús no es provocarnos miedo, sino todo lo contrario: infundirnos confianza. ¡Él nos conoce! Y aún así, nos habla. Nos conoce, y por ello nos invita a no quedarnos estancados en lo triste de nuestra propia realidad individual y comunitaria; nos invita, por tanto, a escuchar su voz y a seguirle.
Y lo hace con ternura y con insistencia. Nos habla como Buen Pastor y, al hacerlo, espera que nosotros, sus ovejas, lo escuchemos. Porque, de sus ovejas Jesús dice que ellas “escuchan mi voz”. Pero, ¿esto es verdad en nosotros? ¿Nosotros verdaderamente lo escuchamos? Pues, fijémonos bien, no se trata solo de oír, sino de escuchar. Oír es dejar que los sonidos, los ruidos, las palabras entren a nuestros oídos; escuchar, en cambio, es el acto de acoger libre y conscientemente la palabra que viene del Otro para, a semejanza de la Virgen María, meterla en nuestra mente, pensarla, reflexionarla y meditarla, aprender de ella, guardarla y conservarla en el corazón, para, día a día, hacerla norma de nuestra misma vida; hacerla vida.
Quien simplemente oye, al rato olvida. Quien, en cambio, escucha, se alimenta, vive y se deja modelar por lo escuchado. Por ello solo escuchando verdaderamente a Jesús es que resulta posible tener y experimentar vivo el encuentro íntimo y profundo con Él, Buen Pastor que cuida de sus ovejas, que busca a la extraviada, cura a la herida, carga en sus hombros a la extenuada; el Buen Pastor que por amor da la vida por sus ovejas y que también da vida a sus ovejas, porque las ama; porque nos ama; porque para Él, cada una y cada uno es importante.
Ojalá, queridas hermanas y hermanos, pudiéramos comprender cabalmente lo que significa que Jesús mismo, en persona; que el Hijo de Dios, nuestro Señor y Salvador se digne seguirnos hablando, invitándonos a escucharlo y a seguirlo. Y es que, si verdaderamente logramos tomar conciencia de esto, de siervos perezosos y temerosos, de cristianos indiferentes, pasivos o superficiales lograremos convertirnos en dinámicos discípulos misioneros de Jesús, y de alguna manera lograremos ser efectiva y eficazmente, en nuestra historia y en nuestro mundo, cristianos convencidos, decididos, apostólicos; discípulos misioneros que llenos de dinamismo por la fuerza de la palabra, no dudarán echar las redes para pescar (Cfr. Lc 5, 5), esperando aún contra toda esperanza.
Porque, en efecto, escuchar la voz de Jesús y seguirle implica también colaborar con Él en la realización del proyecto de salvación del Padre a favor de toda la humanidad. Colaboración nuestra que misteriosa y eficazmente se une, prolongándola de alguna manera, a la de los primeros apóstoles y discípulos de Jesús, quienes estando día a día con Él, permaneciendo unidos a Él como el sarmiento a la vid, enviados a proclamar “la buena nueva” del Evangelio, llegado el momento se pusieron en obra para evangelizar, llevando la buena noticia, a la persona misma de Jesús, a todos los hombres y por todas las latitudes del mundo conocido.
Escuchando, reflexionando y meditando la palabra del Señor, acogiendo con siempre renovado entusiasmo su mandato, al igual que los primeros discípulos y siguiendo los pasos de quienes los han precedido, ustedes, hermanas y hermanos, se han estado preparando para proseguir con creciente conciencia y dinamismo su propio servicio evangelizador en estas tierras. Tarea para nada fácil. Porque evangelizar, proclamar fielmente el nombre de Jesús en la Iglesia y siendo Iglesia, también hoy comporta ir al encuentro inevitable de las persecuciones e insidias que fabrican quienes se oponen al plan de Dios.
Pero Jesús nos dice: “Yo las conozco y ellas me siguen”. Jesús sabe lo que ha tomado en sus manos al llamarnos a trabajar en su obra; más aún, en su realización no estamos solo, pues, siguiéndolo, nosotros estamos con Él, o mejor, es Él quien está con nosotros, como Buen Pastor.
Por tanto, aún de frente a los mayores retos tenemos suficientes motivos para no amedrentarnos y sí para ser valientes. Valientes como Cristo Jesús, que en la proclamación de la verdad y en la defensa del derecho del hombre y de su mismo Padre, no rehuyó enfrentarse a los importantes de su tiempo, con palabras y actitudes que nos enseñan a ser valientes, a no convertirnos en cómplices de la oscuridad y de la confusión, a ser amigos de la luz y de la verdad sin ambigüedades. Porque el amor a la verdad es irrenunciable compromiso del cristiano, llamado a dar testimonio de ella: de la verdad de Dios, de la verdad del mundo, de la verdad de la revelación, de la verdad de Cristo, de la verdad del hombre.
Una valentía, una parresía, que jamás debería faltar a ninguno de los discípulos misioneros de Jesús. Clarividencia y valentía ante los desafíos del mundo de hoy, y valentía y coherencia también ante los retos que se presentan al interior de nuestras comunidades y de la Iglesia. Porque misterio no es constatar cómo, entre otras cosas, en ellas no está del todo ausente uno de los fenómenos que suele debilitar nuestro testimonio y nuestra acción: el provocado por la fragilidad y la inconstancia de los miembros que se confiesan cristianos, pero que en sus actitudes y comportamientos cristianos y de fe, dejan mucho que desear o hasta manifiestan todo lo contrario.
Nuestra vida de fe, queridos hermanos, no debería conformarse ni puede conformarse con la simple aceptación mental y abstracta de un Dios hecho hombre llamado Jesucristo. La verdadera vida de fe, en cambio, se conforma y fundamenta sólo en la acogida radical e indisoluble de la Persona de Jesús, nuestro Buen Pastor, el único Salvador que, resucitado, vive, habla, fatiga, enseña, levanta, trabaja, camina entre nosotros, con nosotros, en nosotros. Vida dinámica y eficaz de fe, que parte de la conciencia de que Jesucristo no es una idea; de que el Evangelio, ni es solo un mensaje ni mucho menos una ideología; de que el cristianismo no nace de una decisión ética. Nuestra vida de fe parte de la consciencia de que, ella, tiene su firme, total y comprometedor fundamento, solo en el encuentro real con una Persona: con la Persona de Jesucristo Cristo resucitado, nuestro Buen Pastor.
Como a los apóstoles, hoy también a nosotros Jesús nos anima a ser mensajeros fieles y apasionados. Nos anima a ser discípulos que escuchan la palabra y a ser misioneros y apóstoles que la proclaman. En este sentido es que San Pablo llegó a decir a Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo (…). Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas” (2Tim 4, 2-4).
Escuchar, por tanto, la palabra. Escucharla permanentemente para, asumiéndola personal y comunitariamente, proclamarla a todos con la propia voz, actitudes y obras, siguiendo a Cristo Jesús y asumiendo “un dinamismo nuevo” que nos lleve a salir de nosotros mismos y de nuestros costumbrismos; que nos mueva a salir y a llegar hasta las diversas periferias existenciales del ser humano; a elevar la mirada ante el vasto desierto del mundo que, si bien inconscientemente, también a través de la mediación de nuestro servicio está en espera de encontrar a Jesucristo. Lo que hoy se nos pide es, pues, conversión y renovación. Y es esto lo que el Espíritu quiere impulsar también en esta Iglesia particular.
¡Cristo es la esperanza que no defrauda! Él, resucitado y glorioso se hace presente en la Iglesia a través de la Palabra, los sacramentos y el testimonio de los santos.
Tengamos confianza y tengamos esperanza. Con el esfuerzo de cada uno podemos mantener vivo el sueño de que un día, muy pronto, Cristo, escuchado y seguido, reine verdadera y totalmente en estas tierras y reine en todo México. Soñamos y esperamos que, con la colaboración generosa de todos y de cada uno de los hombres y mujeres que acogen a Cristo en su vida, México logrará vivir en paz; sus habitantes podrán ver el sol que alumbra y da calor a todos sin distinción cada mañana; ver las nubes, los valles y los mares seguros de que nadie atropellará la dignidad de nadie y se sabrán respetar y valorar los derechos y la vida de los otros. Es un sueño ciertamente. Pero con la ayuda del Señor que incesantemente imploramos con la oración, podrá convertirse en maravillosa realidad. Pidámosle que así sea.
Y, ¡adelante! Sigamos avanzando tras las huellas de Jesús en la construcción del Reino. En nuestro camino y al alcance de nuestras fuerzas podemos siempre alimentarnos con el “pan de vida” y contar con la compañía de la Virgen Santa María. A Ella, que encarnó la esperanza de Israel y donó al mundo al Salvador, le pedimos que interceda por nosotros, que nos modele, nos guíe e ilumine en la oscuridad de nuestras dificultades hacia el alba radiante del encuentro definitivo con el Resucitado. A Ella le rogamos nos ayude a imitarla en el saber ir, “caminando juntos” y escuchándonos, al encuentro del mundo y de los hombres, para ofrecerles desde la coherente y fiel vivencia de nuestra propia vocación, con el testimonio de vida y con el anuncio, el mayor de los tesoros, la mayor de las noticias: a Jesucristo, Buen Pastor, “Rostro de la misericordia del Padre”.
Que Él, queridos hermanos y hermanas, regale a todos un gran celo apostólico por la misión y la evangelización. Les conceda abundantemente su gracia y, con ella, el don de la paz, fruto de la justicia, de la solidaridad, de la fraternidad, del perdón, de la misericordia, del amor.
¡Ánimo! Él les acompaña porque Él les ama; porque Él ama la paz: porque Él es nuestra paz. ¡Ánimo y adelante! Amén.
S.E.R. Mons. Christophe Pierre
Nuncio Apostólico en México
Clausura de la Asamblea Diocesana
(H. Matamoros, Tam. 20 de noviembre de 2015)