“Donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón” (cf. Mt 6,19-23)
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Con gratitud, hoy celebramos en Reynosa el Jubileo por el sesenta aniversario de nuestra Diócesis. Lo hacemos en esta gran ciudad que nació en 1749 y que fue establecida aquí después de las inundaciones del Río Bravo, de lo que da testimonio la construcción más antigua que queda: el viejo campanario de esta Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, que data de 1835.
Reynosa es el municipio con el mayor Producto Interno Bruto (PIB) del Estado, el de mayor población y el más competitivo. Por eso muchos han venido a vivir aquí. También como Área metropolitana Reynosa-McAllen es la más competitiva y poblada de Tamaulipas y del noreste, y la tercera con mayor crecimiento poblacional de México (después de Puerto Vallarta y Cancún). Sin embargo, por desgracia, también es de las más peligrosas del país.
¿Cómo ha llegado a crecer y a desarrollarse tanto nuestra gran ciudad, con todo y las dificultades que ha enfrentado y sigue enfrentando? Gracias a su gente, que ha sabido entrarle, a pesar de los problemas. Sí, la riqueza de Reynosa es su gente; gente buena, trabajadora, entusiasta, solidaria, creativa y valiente, que no sabe echarse para atrás. Porque es gente que quiere ganar.
Sí, a todos nos gusta ganar ¿Verdad? Por eso, cuando queremos invertir buscamos que alguien que sepa nos aconseje dónde hacerlo para tener los mejores rendimientos. Pues hoy Jesús, Dios hecho uno de nosotros para salvarnos, nos echa la mano para que sepamos en qué invertir la vida y todo lo que somos y tenemos a fin de alcanzar una felicidad que no dure solo un ratito, sino por siempre: en el cielo, que es la unión con Dios.
Todo lo demás se termina; el cuerpo, los placeres, los conocimientos, el dinero, la fama, el poder, las cosas que valoramos. Por eso, un autor de la Patrística dice: “¡Qué necedad tan grande es amontonar bienes donde se ha de dejar, y no enviarlos allí a donde se ha de ir! Coloca tus riquezas allí donde tienes tu patria”[1] ¡Dios dura para siempre!
Claro que para entenderlo necesitamos ser humildes, porque así dejamos que la luz de la fe ilumine nuestra inteligencia para ver las cosas con claridad y elegir bien; elegir lo que llena plenamente, lo que dura eternamente. Así, como dice el Papa, tendremos un corazón libre[2]; un corazón que no se quede en lo inmediato, sino que vea más allá y esté en el lugar adecuado: en Dios, que hace la vida por siempre feliz.
¿Y cómo se invierte en el cielo, que es la unión con Dios? Amando. Para eso, Dios mismo nos ayuda; nos llena de su amor a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración para que podamos amarlo y hacer lo que nos pide: amar al prójimo, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón, sin dejar que las penas o los problemas nos hagan desperdiciar estas riquezas de nuestro corazón.
Para eso debemos tener bien presente la meta, como hizo san Pablo, que sabiendo muy bien lo que quería, siguió invirtiendo en el cielo, a pesar de los peligros que tuvo que enfrentar. Es más, ¡hasta supo aprovecharlos[3]! Lo mismo hizo un joven, cuya memoria celebramos hoy: san Luis Gonzaga, quien al descubrir que Dios lo llamaba, renunció a sus derechos de sucesión como Marqués de Castiglione e ingresó a la Compañía de Jesús.
Y aunque su camino al sacerdocio se vio truncado a los veintitrés años al contagiarse de peste mientras atendía a unos enfermos, siguió adelante, y poco antes de morir le escribió a su mamá estas impresionantes palabras: “..ha de ser inmensa tu alegría, madre… al pensar que Dios me llama a la verdadera alegría, que pronto poseeré con la seguridad de no perderla jamás…”[4].
San Luis Gonzaga invirtió donde debía. Y nosotros, ¿en qué estamos invirtiendo nuestra vida, nuestro tiempo, lo que somos y lo que tenemos? Ojalá sea en amar a Dios, y en amar y dar lo mejor de nosotros a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de escuela, de trabajo, a la gente con la que tratamos, a los más necesitados, a los migrantes, a las víctimas de las violencias, poniendo nuestro granito de arena para construir, día a día, una familia, un Reynosa, un Tamaulipas, un México y un mundo mejor para todos.
Que la Virgencita de Guadalupe, nuestra Madre, nos obtenga de Dios la sabiduría, la fuerza y la valentía de invertir en el cielo, amando y haciendo el bien al prójimo, echándole ganas a la vida y poniendo cada día la mirada en la meta definitiva, que es el cielo. Porque como dice Jesús: “Donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón”. Por favor, confiemos en el Señor y vivamos como nos pide. Así saltaremos de gusto hasta la eternidad y jamás nos sentiremos decepcionados[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Pseudo-Crisóstomo Opus imperfectum in Matthaeum, hom. 15.
[2] Cf. Homilía en Santa Marta, 20 de junio de 2014.
[3] Cf. 1ª Lectura: 2 Cor 11, 18. 21-30.
[4] Acta Sanctorum, Iunii 5, 878.
[5] Cf. Sal 33.