“Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias” (cf. Mc 1,7-11)
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Todos queremos realizarnos y ser felices. Pero en esa búsqueda, a veces nos dejamos deslumbrar por personas a las que idealizamos y seguimos: influencers, artistas, deportistas, luchadores sociales, ideólogos, políticos, gente carismática con algún liderazgo religioso, u otros. Sin embargo, esto tiene siempre un riesgo: elegir mal, cometer errores, decepcionarnos y terminar en un callejón sin salida.
Juan el Bautista, que era un hombre de Dios, lo sabía. Por eso fue honesto con sus seguidores. No se dejó ganar por el deseo de tener influencia y poder sobre ellos, sino que, cumpliendo su misión, les dijo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo”. Así los orientó hacia aquel que todos debemos seguir: Dios, que ha venido a nosotros en Jesús.
Y para que a todos nos quede claro, cuando Jesús salió del agua después de hacerse bautizar por Juan para inaugurar el Bautismo, se abrieron los cielos, descendió sobre él el Espíritu Santo, y el Padre, creador inteligente y amoroso de todas las cosas, hizo oír su voz[1], diciendo: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”.
¡Qué presentación! Ya no hay duda. Ya no necesitamos andar buscando. Jesús es el verdadero líder al que debemos seguir. El auténtico modelo al que debemos imitar. Porque él, que confía en el Padre y cumple su voluntad, es el único que puede liberarnos del pecado, causa de todos los males, unirnos a Dios y hacernos felices para siempre.
¡Nadie puede ofrecernos algo así! ¡Nadie! ¿Y cómo lo logra Jesús? No gritando, regañando o imponiéndose, como hace notar el Papa[2]. No buscando sólo a los buenos, ni esperando a que todo sea ideal, sino amando y haciendo el bien[3], entrándole con todo, hasta dar la vida, dispuesto a buscar el poquito bien que quizá haya en nosotros, y partir de ahí para sacarnos adelante[4].
¡Ese es el estilo de Jesús para mejorarnos a nosotros, mejorar al mundo, y ofrecernos un futuro! Y nos propone que sea nuestro estilo también. Porque a partir de nuestro Bautismo, él nos liberó del pecado y nos unió a su cuerpo, la Iglesia, para hacernos hijos de Dios, compartiéndonos su Espíritu de Amor para que colaboremos en la misión que el Padre le confió: salvar al mundo.
Empecemos en casa y en nuestros ambientes, descubriendo, como dice el Papa, lo mucho que vale toda persona, siempre y en cualquier circunstancia[5], y tratemos bien a todos, dándole la mano al que peca y, como dice san Jerónimo, ayudando al prójimo a llevar su carga[6].
Fortalecidos con la gracia que Dios nos ofrece a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo, aprendamos a ver la chispa de bien que siempre hay en las personas y en los acontecimientos, aunque sea muy pequeña, y hagámosla crecer, amando y haciendo el bien, para orientar a todos hacia Jesús, que hace realidad nuestro anhelo de realización y felicidad, sin límites y sin final.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 28.
[2] Cf. Ángelus 8 de enero de 2017.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hch 10, 34-38.
[4] Cf. 1ª Lectura: Is 42, 1-4.6-7.
[5] Cf. Fratelli tutti, 106.
[6] Cf. Citado en Catena Aurea, 4214.