Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16)
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Todos pasamos por momentos en los que parece que la vida perdió el sabor y todo se ve oscuro. Momentos en los que sentimos que no valemos nada, que somos unos fracasados y que nada puede cambiar. Pero hoy Jesús levanta nuestra autoestima diciéndonos: “Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo” ¡Nos recuerda que valemos mucho y que podemos hacer que todo mejore!
Más allá de nuestras debilidades, de nuestros errores y de las circunstancias, somos hijos de Dios ¡Ese es nuestro gran valor! Para eso Jesús se hizo uno de nosotros y nos amó hasta dar la vida. Así nos ha purificado del pecado, ha “condimentado” nuestra vida con el “sabor” del amor, el Espíritu Santo, y nos ha preservado de la corrupción eterna haciéndonos partícipes de la vida por siempre feliz de Dios.
Además, para que podamos ver con claridad y descubramos la meta y el camino, nos ilumina en su Iglesia, a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración y de los buenos consejos. Así nos ayuda a elegir lo mejor; lo que nos realiza, lo que construye una familia y un mundo mejor, y lo que nos lleva a la meta: la casa del Padre.
¿Y qué es elegir lo mejor? Vivir como hijos de Dios, y, al igual que Jesús, ser sal de la tierra y luz del mundo ¿Cómo? Manteniendo en nosotros el sabor y la luz de la fe, de la esperanza y del amor. Así podremos hacer cuatro cosas que la familia y el mundo necesitan: purificar, dar sabor, preservar e iluminar.
Viviendo la fe, la esperanza y el amor purificamos, como dice el Papa, nuestro hogar y nuestra sociedad de los gérmenes del egoísmo, la envidia, los chismes, las injusticias y la violencia[1]. Viviendo la fe, la esperanza y el amor damos “sabor” a nuestro matrimonio, a la familia y al mundo. Viviendo la fe, la esperanza y el amor nos hacemos, como dice san Hilario: “saladores de la eternidad”[2].
Porque quien vive la fe, la esperanza y el amor, renuncia a ser egoísta y a someter a los demás, y elije echarle la mano a todos, especialmente a los más necesitados[3]. Así, amando y haciendo el bien, brilla[4]; comunica una luz que se apoya en el poder de Dios[5], y que permite ver con claridad para elegir lo que nos ofrece un futuro: amar y hacer el bien.
Pero, ¿qué pasa cuando nos dejamos llevar por las penas, los problemas, las desilusiones, las caídas o la seducción de los placeres, las comodidades, el dinero, el poder y las cosas? Que nos volvemos insípidos y eclipsados. Ya no purificamos, ya no damos sabor, ya no preservamos, ya no iluminamos. Entonces nuestro hogar y el mundo se contaminan cada vez más, pierden el sabor y se quedan a oscuras, sin futuro.
Por eso, ¡que nada nos haga desabridos! ¡Que nada haga que nos escondamos! Ni las presiones de la moda, ni las tentaciones, ni los fracasos, ni los malos tratos, ni los temores. Que nada diluya nuestra identidad ni nos obligue a ocultarnos bajo una personalidad superficial y egoísta.
Nuestra vida está a la vista de todos; de la familia, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros ¡Hasta de las redes sociales! Demos sabor y luz con nuestro buen ejemplo ¡Somos sal de la tierra y luz del mundo! ¡Podemos mejorar nuestra familia y el mundo! No nos conformemos con menos ¡A dar sabor y a iluminar!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Ángelus, Domingo 5 de febrero de 2017.
[2] In Matthaeum, 4.
[3] Cf. 1ª Lectura: Is 58, 7-10.
[4] Cf. Sal 111.
[5] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 2,1-5.