Este es mi hijo muy amado; escúchenlo (cf. Mt 17,1-9)
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Como hizo con Pedro, Santiago y Juan, Jesús nos toma consigo para subirnos a la presencia de Dios. Y transfigurándose nos muestra su identidad y lo que pasa cuando nos unimos a él: nos llenamos de su luz, que permite verlo todo con claridad y de manera más completa, y nos hacemos capaces de irradiarla a los demás.
Por eso, como dice san Pedro: “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!”. Y es que, como señala san Anastasio Sinaíta, nada más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en su luz[1].
Estar con Dios es lo mejor que puede pasarnos. Él, nuestro creador y nuestra meta, está de nuestra parte. Nos ama infinita e incondicionalmente. Y lo ha demostrado enviándonos a Jesús para liberarnos del pecado, destruir la muerte y hacer brillar la luz de la vida y de la inmortalidad[2].
¡Él es nuestra esperanza[3]! Solo Jesús puede darle sentido a la vida. Solo él puede mostrarnos cómo salir adelante y progresar. Solo él puede ofrecernos vivir por siempre felices con Dios. Por eso el Padre, al tiempo de abrazarnos con su Espíritu de amor[4], nos dice: “Este es mi Hijo muy amado… escúchenlo”.
Escuchemos a Jesús. Hagámoslo especialmente en este #CuaresmaChallenge, siguiendo el gran ejercicio que nos propone: “subir” y “bajar”; “subir” a Dios, escuchando su Palabra, recibiendo sus sacramentos, orando y haciendo penitencia. Así descubriremos que cuando Dios nos pide dejar algo y avanzar por el camino que nos muestra, lo hace para sacarnos adelante, como hizo con Abraham[5].
Y ese camino consiste en “bajar” a los demás; a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de escuela o de trabajo, a la gente que trata con nosotros y a los más necesitados, y comunicarles su luz, como dice el Papa[6] ¿Cómo? Ayudándolos. Tratándolos como quisiéramos que ellos nos trataran a nosotros: con amor.
Quizá nos parezca difícil. Sobre todo ante nuestras debilidades y las penas, problemas, incomprensiones e incertidumbres de la vida. Pues hoy Jesús, transfigurándose y conversando con Moisés y Elías, al tiempo de hacernos ver que en él se cumple la promesa salvífica de Dios, nos enseña a mirar más allá y descubrir lo que el Padre nos tiene reservado al final: una vida eternamente feliz.
No dudemos que recibiremos la recompensa prometida, como dice san León Magno[7]. Con esta confianza, hagámosle caso a Jesús: levantémonos de nuestro egoísmo y de nuestro conformismo, y sin temor, “subamos” a Dios y “bajemos” a casa y a nuestra sociedad, dispuestos a amar y hacer el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sermón en el día de la Transfiguración del Señor, 6-10.
[2] Cf. 2ª. Lectura: 2 Tim 1,8-10.
[3] Cf. Sal 32.
[4] Cf. Orígenes, In Matthaeum, hom. 3.
[5] Cf. 1ª. Lectura: Gn 12,1-4.
[6] Cf. Ángelus, 16 de marzo de 2014.
[7] Sermón 51, 4.8; PL 54, 313.