Este es mi Hijo muy amado (cf. Mt 3,13-17)
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Han transcurrido algunos días de este 2020, que seguramente iniciamos con ilusiones y buenos propósitos, pero que quizá nos ha sorprendido con caídas, enfermedades, penas y problemas que nos hacen preguntarnos: “¿Ahora por dónde?”.
Pues Dios nos responde haciéndonos ver que para sacarnos adelante ha enviado a Jesús[1], quien nos enseña que la única manera de lograrlo es hacer lo que Dios quiere.
¿Y qué es lo que Dios quiere? Lo mejor para todos. Por eso lo creó todo bueno. Y aunque al pecar echamos a perder su obra, no nos abandonó, sino que quiso restaurar todas las cosas. Para eso envió a su Hijo, quien le entró haciendo lo que el Padre quiere: liberarnos del pecado, abrir nuestros ojos a la realidad, compartirnos su Espíritu, reunirnos en su Iglesia y hacernos hijos suyos[2]. ¿Y cómo lo hace? Como el Padre quiere: haciendo el bien[3]. Por eso se hizo uno de nosotros y nos amó hasta dar la vida.
Esto es lo que él nos regala en el Bautismo, en el que nos renueva y nos une de tal manera así mismo, que san Agustín dice: “hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo”[4]. Y para que podamos alcanzar la vida plena y eterna que nos ofrece, solo debemos seguir su consejo y hacer lo que Dios quiere. Como el Bautista, que, aunque pensaba que las cosas debían ser diferentes, no se cerró a su idea, sino que escuchó a Jesús para descubrir lo que Dios quería, y lo hizo.
Si queremos salir adelante, debemos ver más allá de nuestras ideas y distinguir la realidad iluminados por Dios, que hace brillar su luz a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración y de los buenos consejos. Así descubriremos que, en cualquier circunstancia, la clave para salir adelante es hacer lo que él quiere: dejar que nos renueve y entrarle a su proyecto de renovarlo todo, amando y haciendo el bien.
¿Lo hacemos? ¿Buscamos lo que nos hace bien? ¿Hacemos el bien a la familia, a los vecinos, a los compañeros y a la gente que nos rodea, especialmente a los más necesitados? ¿Tratamos de restaurar lo que se ha roto en casa, en la Iglesia y en la sociedad, o enfrentamos las diferencias intentando someter a los demás por la mala? ¿Procuramos restablecer los vínculos que nos unen, o terminamos de romperlos? ¿Tomamos en cuenta lo que hay de verdad y de bien en los demás, o lo apagamos sin darles una oportunidad?
La vida es una peregrinación hacia la casa del Padre. Una peregrinación en la que podemos perder el rumbo, causar mucho mal y acabar en el laberinto sin salida del amor reusado. Por eso necesitamos la guía del mejor GPS que puede haber: el discernimiento, con el que siempre encontremos la ruta correcta. Incluso, si nos equivocamos de camino, ese GPS nos redireccionará para que salgamos adelante, aprovechando cada día y cualquier circunstancia para hacer el bien.
Hacer el bien es dejarnos amar por Dios, vivir unidos a él, amarlo y actuar como enseña. Es dar a los demás el respeto que todos merecemos. Es mantener los vínculos que nos unen como familia, como Iglesia y como sociedad. Es buscar lo que hay de verdad y de bien en el otro y partir de ahí para caminar juntos hacia la verdad y el bien completos. Es ayudar a todos a tener una vida digna y libre, a realizarse, a encontrar a Dios y ser felices.
“El bautismo –recuerda el Papa– permite a Cristo vivir en nosotros y a nosotros vivir unidos a él, para colaborar… en la transformación del mundo”[5]. Por rotas y a punto de apagarse que parezcan las cosas en nuestra vida, en casa y en el mundo, no nos demos por vencidos. Confiemos en Dios y hagamos lo que él quiere: renovarlo todo, a su manera: amando y haciendo el bien. Así, a pesar de nuestras debilidades, de nuestras caídas, de nuestros fracasos y de nuestras luchas, el Padre podrá complacerse en nosotros.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 29.
[2] Cf. 1ª Lectura: Is 42, 1-4. 6-7.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hch 10,34-38.
[4] In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8.
[5] Cf. Catequesis 11 de abril 2018.