Jesús nació de María, desposada con José (cf.Mt 1, 18-24)
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Hay veces que por más que cuidamos nuestra salud, nos portamos bien, estudiamos, trabajamos, cumplimos nuestros deberes, vamos a Misa, rezamos, hacemos apostolado, y tratamos de ayudar a los demás, todo sale mal. Entonces podemos sentir que no sirve ser buenos; que Dios falla, que su camino no funciona, y que además, cuando más lo necesitamos, no nos ayuda.
Pues si acaso nos sentimos así, hoy el Señor nos echa la mano a través de una persona a quien de pronto se le derrumbó el presente y se quedó sin futro: san José, un hombre bueno y fiel a Dios, que con mucha ilusión se había desposado con una joven, quien antes de vivir juntos lo sorprendió esperando un hijo que no era suyo.
Pero José no dejó que el coraje le ganara. No mandó a volar a Dios ni buscó desquitarse de su mujer. A pesar del dolor, guiado por el amor, decidió repudiar en secreto a María para evitar que la condenaran a morir por adulterio[1]. Prefirió, como dice san Agustín, al castigo del pecado el bien del pecador[2]. A pesar de lo sucedido, supo ver a María como “alguien”, no como “algo”; la siguió valorando como persona y no se atrevió a dañarla.
¿Cómo le hizo san José para no perder el control? Teniendo un corazón limpio[3], honesto, transparente, sin segundas intenciones, no cerrado en sí mismo, sino abierto a Dios y a los demás. Así fue capaz de superar la suciedad del pecado que opaca la visión y empuja a dejarnos llevar por lo primero que vemos, y pudo recibir la luz de Dios para ver con claridad la realidad completa y elegir bien; elegir el amor.
Y el tiempo le dio la razón; más adelante Dios le envió un mensajero que le ayudó a comprender que lo que estaba sucediendo era la señal esperada; que el Niño que María había concebido era “Dios con nosotros” para salvarnos a todos[4]. ¡Qué habría pasado si José se hubiera dejado dominar por el coraje de lo que parecía evidente! ¡Cómo lo hubiera lamentado! Y nosotros también. Porque a veces las apariencias engañan.
José, atento a los mensajes de Dios, como hace notar el Papa[5], pudo descubrir que el Señor no le había fallado ni las cosas se le habían ido de las manos ¡Al contrario! Él, el creador y dueño de cuanto existe, que lo tiene todo previsto, lo invitaba a ser parte de su gran proyecto de amor para transformar definitivamente el universo, ofreciéndonos a todos un futuro maravilloso, sin límites y sin final.
¿Qué le tocaba hacer? Recibir a María y al Niño que había concebido por obra del Espíritu Santo; Dios hecho uno de nosotros para rescatarnos del pecado, darnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz. José, confiando en el Señor, lo hizo. Y aunque el resto del camino no fue fácil, siguió adelante, mirando la meta, abierto a las señales de Dios, y haciendo lo que le pedía en cada etapa.
Como él, abrámonos a Dios y dejémosle que nos ayude a ver la realidad completa a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración, de las personas y de los acontecimientos. Así, en medio de las penas y de los problemas, seremos capaces de ver más allá de lo inmediato y entrarle a su gran proyecto de hacer que todo sea mejor en casa y el mundo, recibiendo a Jesús y compartiendo su amor que salva[6], viendo siempre a los demás como “alguien”, no como “algo”, y haciéndonos cargo de nosotros mismos, de la familia, de los demás, y de la creación[7].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Lv 20,20; Dt 22,22.
[2] Cf. De Verbo Domini, serm. 16.
[3] Cf. Sal 71.
[4] Cf. 1ª Lectura: Jer 23, 5-8.
[5] Ángelus, 22 de diciembre de 2013.
[6] Cf. 2ª Lectura: Rm 1,1-7.
[7] Cf. S.S. Francisco, Homilía en la inauguración del Pontificado, 19 de marzo de 2013.