Orar es permanecer frente a Dios
Éxodo 17,8-13a
2 Timoteo 3,14-4,2
Lucas 18,1-8
La liturgia de la Palabra de este domingo es una catequesis bíblica sobre la oración, que no es un simple acto de piedad o una expresión del sentimiento, sino ante todo un acto de fe y de amor que nos abre a la relación interpersonal con el Señor. La segunda lectura, por su parte, nos recuerda que la oración debe ser alimentada por la Biblia. La escucha de la Palabra en la liturgia y su meditación cotidiana a través de la lectura personal de la Escritura es la forma más eficaz de nutrir nuestra vida de oración. Una vez el Señor le reveló a Santa Teresa que “todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura con clara verdad” (Vida 40,1).
La primera lectura (Ex 17,8-13a) nos presenta a Moisés como modelo de confianza en el poder de Dios y, al mismo tiempo, como ejemplo de perseverancia en la oración. Israel se encamina hacia la tierra prometida, pero en aquel itinerario no faltan los problemas y los obstáculos. Nuestro texto habla de un acoso militar de parte de un pueblo tradicionalmente enemigo de Israel: los amalecitas. Moisés como guía y responsable del pueblo toma una doble decisión: Josué tendrá que responder militarmente al ataque, mientras él, Moisés, estará en la montaña con el bastón de Dios en la mano.
El bastón, del que habla el texto, es el que ha utilizado Moisés para realizar los grandes prodigios en nombre de Dios, delante del faraón convirtiéndolo en serpiente (Ex 7,8-13) y durante el paso del mar abriéndose paso entre las aguas (Ex 14,16). El bastón de Moisés representa, por tanto, la fuerza de Dios que doblega las fuerzas de la naturaleza y todo aquello que amenaza la vida de Israel en el camino hacia la liberación.
El texto habla de una batalla. En realidad “Josué hizo lo que le había ordenado Moisés y salió a luchar contra los amalecitas” (v. 10), pero en el centro del texto quien sobresale es Moisés. La verdadera batalla se da en la cima del monte, donde está Moisés con el bastón de Dios en la mano, perseverante en la oración, confiado en el poder de Dios que actúa en favor de su pueblo. En la Biblia él es el intercesor por excelencia. Con razón dice el Salmo 99,6 que “invocaba al Señor y Él le respondía”.
La segunda lectura (2 Tim 3,14-4,2) es uno de los textos más celebres de la segunda carta a Timoteo, debido al uso que se ha hecho de este texto en el ámbito de la teología dogmática a propósito de la inspiración de la Sagrada Escritura: “Toda Escritura ha sido inspirada por Dios y es útil para enseñar, para persuadir, para corregir, para educar en la rectitud…” (3,16).
El versículo no es de fácil interpretación y ha sido utilizado de muchas formas en la discusión teológica sobre la inspiración bíblica. Sin entrar en la discusión sobre el sentido, la cualidad o el alcance de la inspiración bíblica, es importante saber que la frase “toda Escritura ha sido inspirada por Dios” (griego: pasa graphé theopneustós), presenta el problema de establecer con claridad a qué se refiere el autor cuando habla de “Escritura” (graphé) y qué significa la forma verbal griega theopneustós, que usualmente se traduce como “inspirada por Dios”.
Sin duda, el autor del texto cuando habla de “Escritura” piensa en el Antiguo Testamento (2 Tim 3,15), aunque no se excluye que tenga en mente también los primeros escritos del Nuevo Testamento. En 1 Tim 5,18, en efecto, aparecen como palabra de Dios, un texto del Deuteronomio (Dt 25,4: “no pondrás bozal al buey que trilla”) y una palabra de Jesús que conocemos en Lc 10,7 e Mt 10,10 (“el obrero tiene derecho a su salario”).
La forma verbal theopneustós, puede ser interpretada en forma pasiva (“inspirada por Dios”) o en forma activa (“inspira hacia Dios”). En el primer caso se estaría afirmando que Dios es el autor de la Sagrada Escritura inspirando a los autores humanos; en el segundo, se pondría de manifiesto que la Escritura tiene la capacidad y la fuerza de llevarnos a Dios y de mostrarnos sus caminos. En cualquier caso, el texto afirma y celebra la dimensión divina de la Sagrada Escritura. De ahí que se invite a Timoteo a usar de ella en la predicación (“Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende y exhorta…” (2 Tim 4,2).
El evangelio (Lc 18,1-8) nos presenta una parábola contada por Jesús “para inculcar la necesidad de orar siempre sin desanimarse” (v. 1). La cualidad fundamental de la viuda de la parábola es su irresistible constancia, que no decae delante del silencio del juez, ni disminuye ante su indiferencia y su dureza. Aquella viuda no deja de presionar y de reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su “adversario”. Toda su vida se resume en su grito: “Hazme justicia”.
La enseñanza fundamental de la parábola tiene que ver con la confianza. La oración cristiana se basa en la certeza de ser escuchado por Dios. En la definición de la oración que da Santa Teresa es fundamental la última frase que indica la condición del Dios con quien entramos en relación: “con quien sabemos nos ama”. En la parábola evangélica el tema se desarrolla a través de un claro razonamiento: si un juez injusto y corrupto cede ante la constancia de una viuda indefensa, cuánto más no hará Dios con sus elegidos, siendo él un Padre compasivo, atento a los más desamparados y al grito de las víctimas. La confianza en la paternidad y el amor de Dios es la raíz más profunda de la experiencia de la oración, es la atmósfera espiritual en la que se realiza y la verdad última que marca el estilo de actuar del orante.
La parábola encierra ante todo un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no desoye sus gritos. Intervéndrá ciertamente para hacer justicia y salvar a los pobres y a los exluidos, como hizo en otro tiempo con Israel en Egipto (Ex 3,8). Pero los días pasan y la historia avanza. El mal, la influencia de los poderosos, el poder de la injusticia parecen dominar la historia y no ceder. Dios ¿no tarda demasiado? Este es el sentido de la dramática e inquietante pregunta final de Jesús: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (v. 8). La frase es una exhortación a revitalizar nuestra confianza en el amor de Dios a través de una oración incesante, sin desanimarnos jamás. Hay que gritarle que haga justicia a quienes nadie defiende, a los que no son escuchados, a quienes se les oprime y descarta. “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (v. 8). Una fe que se manifiesta ante todo como confianza en un Dios cuya justicia consiste en escuchar a la gente más pobre, a los seres humanos más frágiles y vulnerables, a las víctimas de la idolatría del dinero y del poder.
Esta parábola nos recuerda que los seres humanos más desvalidos son quienes tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios, precisamente porque su justicia es al mismo tiempo misericordia. En nuestra oración personal y en nuestras celebraciones litúrgicas deben estar presentes las luchas y los dolores de los últimos de la tierra. No podemos reducir la oración a pedir bienestar, serenidad interior y solución a los propios problemas personales y familiares. No podemos quedarnos en nuestras devociones privadas viviendo con indiferencia el sufrimiento de los demás, las grandes injusticias del mundo y los problemas más urgentes y graves de nuestra sociedad. Santa Teresa enseñaba a sus monjas que en la oración debían asumirse como propios los problemas y sufrimientos de la humanidad y de la Iglesia: “No es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”. Oramos no para pedir soluciones milagrosas, ni para desentendernos de nuestra responsabilidad. Oramos para crear espacio a la acción de Dios en la historia y para tomar mayor conciencia de nuestro compromiso por construir un mundo según el proyecto de Dios. Oramos para ser más humanos y más creyentes, para abrir el corazón a Dios y a su proyecto de misericordia, para purificar nuestros deseos y pensamientos de todo lo que nos impide ser hermanos. Oramos para fortalecer nuestra debilidad, robustecer nuestra esperanza y aliviar nuestros cansancios.
Jesús quiere enseñar que la oración cristiana tiene que ser perseverante. En el camino de la oración no faltarán ni los obstáculos exteriores (falta de tiempo, incoherencia de vida, indiferencia religiosa, etc.) ni las dificultades interiores (sequedad, distracciones, etc.) pero el verdadero orante no se desanima ni descuida su relación con Dios. En los momentos de mayor dificultad en la oración Santa Teresa recomienda en modo tajante: “No deje jamás la oración” (V 11,10), “por males que haga quien la ha comenzado, no la deje, pues es el medio por donde puede tornarse a remediar y sin ella será muy más dificultoso” (V 8,5). La oración es un camino que muchas veces adquiere la fisonomía de una verdadera lucha, como la de Jacob en el río Yabok durante la noche (Gn 32). Con razón san Pablo escribe en la carta a los Romanos: “Os exhorto, hermanos, a combatir conmigo (griego: synagonizéstai) en la oración” (Rom 15,30). Pablo utiliza el verbo synagonizomai, (literalmente: “estar en agonía junto con”, “combatir junto con”) de donde viene el término “agonía”. Muchas veces la oración es un combate misterioso pero fecundo.
La constancia, incluso en la aridez o delante del silencio de Dios, es una cualidad fundamental de la experiencia cristiana de la oración. Orar es permanecer frente a Dios, aún cuando calla; confiar y abandonarnos a sus caminos aún cuando no los comprendemos. El creyente se apoya confiado en el amor de Dios, escuchando las palabras de Jesús: “No temas. Solo ten fe”. Estas palabras sostienen su confianza en Dios, aunque apenas escuche su voz, aunque no vea actuando su justicia o su misericorida en el mundo, aunque todo en torno sea silencio y tiniebla. A imagen de Jesús, que experimentando el abandono del Padre en la cruz, le confía sin reservas su vida con dos frases conmovedoras: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Esta oración de Jesús debe sostener nuestra oración, como búsqueda angustiosa de protección, como deseo doloroso de una pequeña luz, como confianza indestructible de quien confía y espera en la salvación última de Dios.
Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
Obispo Auxiliar de Managua