La misericordia constituye el corazón del evangelio
Deuteronomio 30,10-14
Colosenses 1,15-20
Lucas 10,25-37
El centro de la liturgia de la palabra de este domingo lo ocupa la célebre parábola del “buen samaritano, que nos recuerda lo esencial de la vida cristiana: el amor misericordioso en favor de los demás. El discípulo de Jesús está llamado a “hacerse prójimo” de los otros a través de un amor eficaz, realizado con inteligencia y pasión. La misericordia constituye el corazón del evangelio y es el principio que configura e inspira toda la praxis del creyente.
La primera lectura (Dt 30,10-14) es la conclusión de los discursos que constituyen la parte central del libro del Deuteronomio. El conocimiento de la palabra de Dios, que exige escucha, reflexión, obediencia y compromiso para ponerla en práctica, no es una empresa inalcanzable o demasiada ardua para el hombre. Con razón dice el texto: “No es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance” (v. 11). No es algo de otro mundo, “no está en el cielo” lejos de la residencia habitual de los humanos (v. 12); ni es tan exótica que haya que buscarla “más allá de los mares” (v. 13). La palabra de Dios es cercana y realizable. Después que el Señor ha manifestado su voluntad en forma de mandatos de la alianza, la palabra ya no es inaccesible al israelita: la puede recitar con la boca, la retiene y reflexiona con la mente y el corazón. Sólo espera convertirse en vida y en principio iluminador de toda la existencia: “La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas” (v. 14).
La segunda lectura (Col 1,15-20) es el himno de origen litúrgico con el cual se abre la carta a los Colosenses. El texto se pude dividir en dos grandes secciones cristológicas: la primera celebra a Cristo en relación con la creación (vv. 15-17), la segunda lo coloca en el misterio de la redención (vv. 18-20). En la primera sección, a la luz de de la sabiduría bíblica (cf. Prov 8,22-30), se afirma que Cristo es la raíz, el centro supremo de unidad y de armonía y de cohesión de toda la creación. Se canta el primado de Cristo que es “imagen”, icono real del Padre, en cuanto mediador en la obra de la creación, y “primogénito” de toda criatura, debido a su condición de filiación única y eterna, antes de la creación del mundo. En la segunda sección, se proclama la dignidad de Cristo, en quien habita “la plenitud de la divinidad”. Se afirma su primado en la Iglesia, de la cual es “cabeza” y “primogénito”, en el sentido de anterioridad y supremacía. En él se ha manifestado todo el poder y la grandeza de Dios. Por eso el universo entero se reconcilia con Dios a través de él y es pacificado por la sangre de su cruz.
El evangelio (Lc 10,25-37) narra el encuentro entre Jesús y un escriba interesado en saber qué hacer para obtener la vida eterna (v. 25). Jesús lo remite a lo que está escrito en la ley, y el escriba entiende que Jesús se refiere al mandamiento del amor a Dios y al prójimo (vv. 26-27). Al final Jesús lo invita a convertir aquella palabra en acción concreta: “Haz respondido correctamente. Haz eso y vivirás” (v. 28).
En un segundo momento del diálogo el escriba, preocupado por una cuestión casuística que tenía gran importancia entre los rabinos, le pregunta a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29). Después de discutir mucho, los escribas llegaban siempre a la misma conclusión: el prójimo es todo miembro de la alianza, todo miembro del pueblo de Dios (Ex 20,16-17; 21,14.18.35; Lv 19,13-18). La pregunta del escriba revela la mentalidad del judaísmo del tiempo de Jesús, hecha de restricciones y barreras donde interesaba sobre todo la definición jurídica de la persona a quien se debía amar.
La parábola del buen samaritano es todo lo contrario. Jesús se aleja de las disquisiciones legalistas y teóricas y presenta un caso humano. Él no pretende resolver el problema jurídico que se planteaba el escriba, sino presentar la cuestión de otro modo totalmente distinto. Después de contar la parábola, la pregunta fundamental para Jesús es: “¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (v. 36). En relación con la preocupación inicial del escriba el salto de cualidad es evidente. Jesús invita a superar toda especulación teórica y evasiva sobre el contenido que había que dar a la palabra “prójimo”. Preguntándonos quién es nuestro prójimo sólo lograríamos establecer diferencias entre las personas y hallar razones para no comprometernos en favor de los demás. Para Jesús la noción de “prójimo” no está sujeta a una definición jurídica, sino al amor misericordioso vivido concretamente que no conoce fronteras.
En la parábola Jesús describe en qué consiste y cómo actuar con misericordia. Una primera enseñanza que ofrece el texto es que quien es “religioso”, frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia, no necesariamente sabe amar al prójimo. El sacerdote y el levita ven al herido pero lo ignoran, ven pero no hacen nada por ayudarlo. Un samaritano, despreciado por los judios, sobre quien ellos nunca hubieran apostado nada, ve al herido tirado en el camino, se acerca, siente su dolor y lo ayuda. No se nos dice qué reflexiones hizo o con cuál finalidad realizó su gesto. Simplemente se dice que actuó movido por una misericordia entrañable que experimentó en su interior. Para Jesús “hacerse prójimo” significa hacerse cercano, entablar relación con “el otro” que está en necesidad o es víctima injusta, y actuar misericordiosamente, es decir, dejarse tocar por el dolor y la miseria de los demás. “Prójimo” no es una condición en la que se encuentra el otro; “prójimo” nos volvemos cuando decidimos aproximarnos al otro. Nuestro prójimo es aquel que nosotros decidimos hacerlo prójimo, acercándonos misericordiosamente para ayudarlo.
El samaritano no “dio un rodeo” como los profesionales de la religión que pasaron antes de él. Para el samaritano fue decisivo el hecho de encontrar a un hombre que lo necesitaba, a uno que había sido víctima de la maldad humana y sufría tirado por el camino, más allá de diferencias de raza, religión o nacionalidad. No pasó de largo en forma inconsciente. Lo vio, se acercó y se detuvo. Era un ser humano y esto bastó para interesarse por él. En nombre de la común condición humana, el otro debe ser amado y auxiliado, antes de ser conocido, reconocido o identificado.
La frase “tuvo compasión” del v. 33 traduce el verbo griego splangnízomai, que indica la conmoción interna de las entrañas. El samaritano interiorizó en sus entrañas el sufrimiento ajeno, lo hizo parte de él y lo convirtió en el principio primario de su actuación. Es la com-pasión auténtica, el cum-patire, el padecer-con. Antes que acción la misericordia debe ser actitud interior, principio unificador e inspirador de todo cuanto hacemos y decimos.
El samaritano de la parábola encarna lo que significa amar concretamente y en forma eficaz hasta el fondo. Su amor no conoce límites, ni barreras, ni fronteras de ningún tipo. Es un amor de misericordia semejante al que ha manifestado Dios en Cristo. Se compromete en forma práctica en favor del hombre que está tirado en el camino. Se compromete y actúa con misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a un albergue, lo cuida personalmente, provee a su asistencia. Todo esto enseña que la misericordia no es un sentimiento vago, sino que se expresa como cuido y responsabilidad de los demás. Es amor que no sólo es conmoción, emotividad pasajera, sino amor inteligente, pensado, responsabilidad creativa. Su amor eficaz traduce en obras una actitud fundamental ante el sufrimiento ajeno en virtud de la cual se reacciona para erradicarlo, por la única razón de que existe tal sufrimiento y con la convicción de que, en esa reacción ante del sufrimiento ajeno, se juega, sin escapatoria posible la propia existencia. La experiencia de la misericordia realiza el compromiso fundamental por el Reino, pues actuando de ese modo nos comportamos como Dios y al estilo de Dios.
En la parábola no se menciona a Dios. Pero Dios está presente en aquel amor-misericordia entrañable del samaritano. Dios es, en efecto, “compasivo”, “misericordiosamente entrañable” (Ex 34,6). En la misericordia del samaritano se hace presente el sentimiento que los evangelios atribuyen continuamente a Jesús delante del mal y la miseria humana (Mt 9,36; 20,34; Mc 1,41; 6,34; Lc 7,13; etc.). Es Jesús quien con toda su existencia nos ha narrado “las entrañas misericordiosas de nuestro Dios” (Lc 1,78). Jesús es, en efecto, el verdadero Buen Samaritano, que movido por la compasión se ha acercado y se acerca continuamente a la humanidad para sanar sus heridas y levantarla, él se hizo y se hace continuamente “prójimo” se la humanidad postrada y herida.
Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
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