Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: No llores
1 Reyes 17,17-24
Gálatas 1,11-19
Lucas 7,11-17
En este domingo se nos proponen tres personajes bíblicos para nuestra meditación: el profeta Elías, el apóstol san Pablo y Jesús de Nazaret. Tanto Elías como Jesús realizan un milagro semejante; san Pablo, en cambio, nos comparte su experiencia vocacional, es decir, nos habla acerca del llamado que Dios le hizo para ser apóstol, predicador del Evangelio de Jesucristo entre los paganos.
Comencemos hablando de lo que nos narra Pablo en el texto de la carta a los Gálatas. San Pablo comenta cómo era su vida antes de conocer al Señor: “yo perseguía encarnizadamente a la Iglesia de Dios, tratando de destruirla…”; luego nos dice que tuvo un encuentro con Jesucristo (camino a Damasco): “Un día (Dios) quiso revelarme a su Hijo”; ese gran encuentro marca fuertemente a Pablo, de tal manera que él se convierte, por voluntad de Dios, en apóstol de los gentiles: “para que yo lo anunciara entre los paganos…”. Posteriormente a este encuentro que cambió la vida de Pablo, él se retira unos años para reflexionar, para asimilar todo lo que estaba sucediendo en su persona, quizá para empaparse más de los textos bíblicos: “…me trasladé a Arabia y después regresé a Damasco…”. Interesante es el final de la segunda lectura; san Pablo va a Jerusalén, para ver a Pedro: “y estuve con él quince días…”. Encuentro con Cristo, conversión, formación, apostolado y comunión con la Iglesia son, sin duda, las grandes enseñanzas que nos da el apóstol san Pablo en este texto bíblico.
Por otra parte, la primera lectura y el evangelio nos hablan del mismo tema, aunque con personajes y situaciones diferentes. La enseñanza fundamental es la misma: Dios es misericordioso no sólo con la gente de su pueblo, de su Iglesia, de su familia; él mira el sufrimiento de todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo, clase social, sexo, edad, preparación académica, etc.; él se compadece y les tiende la mano a todos para ayudarlos. En efecto, las mujeres viudas beneficiadas con los milagros narrados en ambas lecturas bíblicas, no pertenecen a Israel, Pueblo de Dios, sin embargo, tanto Elías como Jesús les devuelven vivos a sus respectivos hijos. Nosotros debiéramos proceder de la misma manera como Dios actúa…
Detengámonos en el relato del evangelio de hoy domingo, resaltando las actitudes de Jesús ante el sufrimiento de la Viuda de Naím que acaba de perder a su hijo único: “Se compadeció de ella”; la consuela con palabras: “No llores”; se acerca a las personas y las toca: “Acercándose al ataúd, lo tocó…”; sus palabras tienen autoridad y poder: “Joven, yo te lo mando, levántate”. Y, una vez hecho el milagro, le entrega el hijo a su madre, regresándole a esta mujer, no sólo la alegría, sino también la esperanza y el soporte espiritual y material que, sin duda, representaba su hijo único, tanto en el tiempo presente como en el futuro. Estas actitudes de Jesús para con las personas que sufren las debemos hacer nuestras: cercanía, compasión y consuelo.
Ofrezcamos la Eucaristía de este domingo por tantas y tantas mujeres, madres de familia, que sufren y lloran silenciosamente, ya sea por las enfermedades y problemas de sus hijos, o por no saber nada de ellos; madres que, con su trabajo diario, tienen que sacar adelante a su familia, no sin dificultades, con esfuerzo, con dolor, con amor, con esperanza. Oremos por ellas.
+ Ruy Rendón Leal
Administrador diocesano de Matamoros
Arzobispo electo de Hermosillo