Nació el 22 de julio de 1647 en la aldea de Hautecour, perteneciente a Verosvres, pequeña ciudad cercana a Paray-le-Monial, Francia. Recibió el bautismo el 25 de julio. Sus padres fueron Claude Alacoque y Philiberte Lamyn. En su autobiografía escribió:
“La Santísima Virgen tuvo siempre grandísimo cuidado de mí: yo recurría a ella en todas mis necesidades y me salvaba de grandísimos peligros… Tenía vivas ansias de hacer todo lo que veía practicar a las religiosas, considerándolas a todas como santas, y pensando que, si fuese religiosa, llegaría a ser como ellas… Perdí a mi padre niña aún; y como era la única hija, y mi madre, encargada de la tutela de sus cinco hijos, paraba muy poco en casa, me crié por este motivo hasta la edad de unos ocho años y medio sin más educación que la de los domésticos y campesinos. Me llevaron a una casa religiosa, donde me prepararon a la primera comunión cuando tenia unos nueve años, y esta comunión derramó para mí tanta amargura en todos los infantiles placeres y diversiones, que no podia ya hallar gusto en ninguno, aunque los buscase con ansia… juzgaba que debia quedarme en su convento. Pero caí en un estado de enfermedad tan deplorable, que pasé como unos cuatro años sin poderme mover” (Autobiografía, Ed. Administracion de «El Mensajero», Calle de Ayala (Ensanche), Bilbao, 1890, pp. 13-15).
Entonces se consagró con voto a la Santísima Virgen, “prometiéndole que, si me curaba, sería un día una de sus hijas. Apenas se hizo este voto, recibí la salud acompañada de una nueva protección de esta Señora”. Pero, “recobrada la salud, no pensé ya sino en buscar mi contento en el goce de mi libertad, sin darme gran cuidado el cumplimiento de mi promesa” (Ibíd., pp. 16-17).
En el hogar sufrió mucho: “Mi madre se habia despojado de su autoridad en casa para trasmitirla a otros; y de tal manera la ejercieron, que nunca nos vimos ni ella, ni yo en más dura cautividad. No es mi ánimo ofender a esas personas… sino solamente mirarlas como instrumentos, de que se valia el Señor para cumplir su santa voluntad… Desde este tiempo todos mis afectos se dirigieron a buscar mi completa dicha y consolacion en el Santísimo Sacramento del altar” (Ibíd., p. 18).
“Pasaba las noches, como habia pasado el día, vertiendo lágrimas a los pies de mi Crucifijo, el cual me manifestó, sin que yo comprendiese nada, que quería ser el dueño absoluto de mi corazón y hacerme en un todo conforme a su vida dolorosa… Quedó desde entonces tan impresionada mi alma, que desearía no cesasen ni por un momento mis penas” (Ibíd., pp. 20-21).
Su madre padeció una erisipela en la cabeza. “Se contentaron con hacerla sangrar por un pobre cirujano de pueblo, que por allí pasaba, el cual me dijo que sin milagro no podría vivir. Nadie se afligió… a no ser yo, que no sabia dónde acudir… sino a mi asilo ordinario, la Santísima Virgen y mi soberano Maestro… Habiendo, pues, ido a Misa… para pedirle que se dignase ser Él mismo el médico y el remedio de mi pobre madre, y enseñarme a mí lo que debía hacer, lo ejecutó… a mi vuelta encontré reventada la mejilla con una llaga casi tan ancha como la palma de la mano… todos los días cortaba mucha carne podrida… al fin en pocos dias se curó, contra toda humana esperanza” (Ibíd., pp. 26-27).
“El diablo suscitaba muchos buenos partidos… los cuales me asediaban… Por un lado mis parientes, y sobre todo mi madre, me apretaba en este punto llorando sin cesar y diciéndome que no tenía más esperanza que en mí para salir de su miseria, teniendo el consuelo de retirarse conmigo tan pronto como estuviera colocada en el mundo. Por otro, Dios perseguía con tanto ímpetu mi corazón, que no me concedía momento de tregua… El demonio se servia de mi ternura y amor filial, representándome incesantemente las lágrimas que mi madre derramaba… Sentía un tormento insoportable… Comencé, pues, a mirar al mundo, y a componerme para agradarle, procurando divertirme lo más que podia. Pero vos, mi Dios… me hicisteis conocer en esta, como en muchas otras ocasiones, que me sería muy duro y difícil luchar contra el poderoso estímulo de vuestro amor” (Ibíd., pp. 36-39).
Buscando la santidad, se sometía a fuertes penitencias, leía el libro de la Vida de los Santos, y procuraba confesarse a menudo. Hasta que el Señor le puso “a la vista la belleza de las virtudes, y especialmente de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, y diciéndome que practicándolas se llega a ser santo. Hablábame así, porque le pedía en mis oraciones que me hiciese santa” (Ibíd., pp. 42-43).
“Me infundió un amor tan tierno a los pobres, que habría querido no tener más amistad que la suya, y excitó en mi alma una compasion tan tierna de sus miserias, que, a depender de mí, me hubiera quedado sin nada por aliviarlas. Cuando tenia dinero se lo daba a niños pobres, para hacerles venir a mi lado con objeto de enseñarles el catecismo y a tratar con Dios” (Ibíd., p. 44).
Después de muchas dificultades logró convencer a sus parientes de su deseo de ser religiosa. Ellos le propusieron entrar en otros conventos, pero ella señaló que tenía decidido ingresar a la Orden de las Visitandinas de Paray-le-Monial el 20 de junio de 1671, donde el día que las visitó había escuchado interiormente: “Aquí es donde te quiero” (Ibíd., p. 66). Tenía 23 años de edad (Ibíd., p. 74).
Buscando orientación para aprender a orar, su Maestra le dijo: “Id a colocaros delante de Nuestro Señor Jesucristo, como una tela preparada delante de un pintor”. Tan pronto como fue a la oracion, el Señor le hizo conocer que aquella tela preparada era su alma, “sobre la cual quería trazar todos los rasgos de su vida dolorosa, pasada toda ella en el amor… Me despojó en un momento de todo… encendió en ésta un deseo tan ardiente de amar y sufrir, que no me dejaba momento de reposo”. (Ibíd., pp. 74-76).
“Estando ya revestida con nuestro santo hábito, me dió á conocer mi divino Maestro que este era el tiempo de nuestros desposorios… me declaró que… me haría gustar, durante este tiempo, cuanto hay de más dulce en la suavidad de sus amorosas caricias… tan excesivas fueron éstas, que con frecuencia me sacaban fuera de mí… de lo cual me corrigieron manifestándome no ser este el espíritu de las hijas de Santa María, nada amante de caminos extraordinarios, y que no me recibirian, si no me apartaba de todo” (Ibíd., pp. 76-77).
“Se me atacó todavía… al acercarse el tiempo de mi Profesión, diciéndome que se veía claramente que no era a propósito para adquirir el espíritu de la Visitación, el cual miraba con recelo todo ese género de vías sujetas a la ilusión y al engaño. Representé al instante a mi Señor esto, dándole mis quejas: «¡ Ay de mí!; Sereís, Señor mió, la causa de que se me despida?» A lo cual me respondió: «Di a tu Superiora que no hay razón para temer el recibirte, pues yo respondo por ti…» Habiendo dado cuenta de esto a mi Superiora, me ordenó pedirle, como prenda de seguridad, que me hiciese útil á la santa religión… Sobre este punto me respondió su amorosa bondad: «Y bien, hija mia, todo eso te concedo, pues te haré más útil a la religión de lo que ella piensa; pero de una manera, que aún no es conocida sino por mí: y en adelante adaptaré mis gracias al espíritu de la regla, a la voluntad de tus Superioras y a tu debilidad, de suerte, que has de tener por sospechoso cuanto te separe de la práctica exacta de la regla, la cual quiero que prefieras a todo. Además, me contento de que antepongas a la mia la voluntad de tus Superioras, cuando te prohiban ejecutar lo que te hubiere mandado. Déjales hacer cuanto quisieren de ti: yo sabré hallar el medio de cumplir mis designios, áun por vías que parezcan opuestas y contrarias»” (Ibíd., p. 85).
El 27 de diciembre de 1673, en la festividad de san Juan Evangelista, con 25 años de edad, durante la adoración al Santísimo Sacramento, el Señor le concedió una gran experiencia: “Me hizo reposar por muy largo tiempo sobre su pecho divino, en el cual me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado… Aquí me los descubrió por vez primera… Él me dijo: «Mi divino Corazon está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro, y los cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarías para separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo obra mia». Me pidió después el corazón, y yo le supliqué que le tomase. Le cogió e introdujo en su Corazón adorable, en el cual me le mostró como un pequeño átomo, que se consumía en aquel horno encendido. Le sacó de allí cual si fuera una llama ardiente en forma de corazon, y volvióle a poner en el sitio de donde le había cogido, diciéndome: «He ahí, mi muy amada, una preciosa prenda de mi amor, el cual encierra en tu pecho una pequeña centella de sus vivas llamas para que te sirva de corazón, y te consuma hasta el postrer momento. No se extinguirá su ardor… Y por señal de no ser pura imaginación la grande gracia que acabo de concederte, y sí el fundamento de todas las que te he de hacer aún, te quedará para siempre el dolor de tu costado, aunque he cerrado yo mismo la llaga; y si tú no te has dado hasta el presente otro nombre que el de mi esclava, yo te doy desde ahora el de discípula muy querida de mi Sagrado Corazón»” (Ibíd., pp. 106-108).
Más tarde, el Señor le dijo: “comulgarás todos los primeros viérnes de cada mes, y todas las noches del jueves al viérnes te haré participante de la tristeza mortal, que tuve a bien sentir en el Huerto de las Olivas” (Ibíd., pp. 116-117).
“Se me asignó por ocupacion la enfermería. Sólo Dios pudo conocer lo que allí me fué preciso sufrir, ora por parte de mi natural pronto y sensible, ora por parte de las criaturas y del demonio… Esto me ponía en tal tristeza y abatimiento, que no sabía qué hacerme. Pues con frecuencia me quitaba el poder de decírselo a nuestra Madre, porque al maligno espíritu la obediencia le abate y debilita todas sus fuerzas” (Ibíd., p. 136).
“Confieso que el comer me ha producido desde este tiempo penas crueles… no podia evadirme de tomar lo que creia más ordinario, como lo más conforme a mi pobreza y a mi nada, las cuales continuamente me decian que, siendo suficientes el pan y el agua, todo lo demás era superfluo” (Ibíd., p. 155).
“Y para volver al estado de sufrimiento, que no dejaba de ser continuo y aumentaba siempre con aditamentos muy sensibles y humillantes, se me juzgó posesa u obsesa, y se me roció con bastante agua bendita haciendo la señal de la cruz y rezando oraciones para arrojar de mí el espíritu maligno” (Ídem).
“Sufrí durante este tiempo frecuentes asaltos del demonio, el cual me tentaba especialmente de desesperación, significándome que no debía pretender parte alguna en el Paraíso una criatura tan perversa como yo… Otras veces me atacaba por la vanagloria y despues por la tentación abominable” (Ibíd., p. 179).
En 1675, durante la octava del Corpus Christi, Jesús se le manifestó con el corazón abierto. Así lo relata: “Estando una vez en presencia del Santísimo Sacramento, un día de su octava, recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor, me dijo: «No puedes darme mayor prueba, que la de hacer lo que ya tantas veces te he pedido.» Entonces descubriendo su divino Corazon: «He ahí este Corazon, que ha amado tanto a los hombres, y en reconocimiento no recibo de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este Sacramento de amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible, es que son corazones, que me están consagrados, los que así me tratan. Por esto te pido que sea dedicado el primer viérnes, despues de la octava del Santísimo Sacramento, a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese dia y reparando su honor por medio de un respetuoso ofrecimiento, a fin de expiar las injurias, que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares. Te prometo también que mi Corazón se dilatará para derramar con abundancia las influencias de su divino amor sobre los que le rindan este honor, y los que procuren que le sea tributado»” (Ibíd., p. 189).
Margarita destacó entre sus hermanas por su amor al Santísimo Sacramento y su obediencia. Apenas oía la llamada del campanario, dejaba todo lo que estaba haciendo para acudir a su oficio, y no desdeñaba ocuparse en las cosas más penosas, buscando en todo mortificación. Era siempre de las primeras en acudir a los trabajos comunes. Se ofrecía a ayudar en sus labores a las otras hermanas. Dios permitía que tuviera frecuentes olvidos para proporcionarle ocasiones de humillación y mortificación, que eran las virtudes queridas de su corazón[1].
Las visiones que tuvo le causaron al principio incomprensiones y juicios negativos hasta que fue puesta bajo la dirección espiritual del jesuita san Claudio de la Colombière. En el último periodo de su vida, elegida maestra de novicas, tuvo el consuelo de ver difundida la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Murió el 17 de octubre de 1690, a los cuarenta y dos años de edad y diez y ocho de Profesion. Espiró a cosa de las ocho de la noche entre los brazos de dos hermanas que habían sido novicias suyas, y a las cuales algunos años antes se lo había predicho. Se halló presente toda la Comunidad, que se había reunido para leerla la recomendación del alma, teniendo así juntamente con el dolor de perderla, el consuelo de ver cómo mueren los santos.
La discusión en relación a la misión y virtudes de santa Margarita María continuó por varios años. Finalmente, la Sagrada Congregación de Ritos emitió un voto favorable y en marzo de 1824 el Papa León XII la proclamó venerable. El 18 de septiembre de 1864, Pío IX la declaró beata y el 13 de mayo de 1920 Benedicto XV la incluyó en el catálogo de los santos. Sus restos reposan bajo el altar de la Capilla en la Basílica de Paray-le-Monial.
[1] Gauthey, Vida de Santa Margarita escrita por sus contemporáneas, Vol.1, p 171.
En la imagen,
Mons. Eugenio Lira ante reliquias de Santa Margarita
en la Catedral de Matamoros,
agosto de 2018