SUBMARINO
La mano de un bebé se aferra fuertemente al dedo de alguien. El vínculo de amor con el niño pequeño puede ser la única fuente de esperanza ante el peso de la culpa y de la muerte. Es la primera imagen de Submarino, la última película de Thomas Vinterberg (Dinamarca, 1969), uno de los creadores de la controvertida propuesta de cine Dogma 95, director de Festen: La celebración (1998), y reconocido ahora con Submarino como mejor película del cine nórdico en 2010.
Nick y su hermano son dos adultos jóvenes que viven distanciados y hundidos en el fondo de un océano sin luz, como no queriendo recordar el trágico accidente de su hermanito pequeño, uno veinte años atrás. Nick va arrastrando su existencia entre cervezas, soledad, encuentros sexuales ocasionales, malhumor, peleas. El sentimiento de culpabilidad que le acompaña desde su adolescencia es el que le obliga a alejarse de las personas, a portarse mal con ellas para evitar todo vínculo emocional, para no hacerles daño, para no hacerse más daño él mismo. El reencuentro con su hermano menor le da una pequeña esperanza: volver a ser inseparables, volver a construir algo juntos. Pero esta esperanza se pierde cuando, tras varios intentos, no consigue hablar con él. La herida en la mano que se hace al golpearla contra la cabina del teléfono, y que no consigue ni quiere que cicatrice, es un claro símbolo de la carga de culpa que no se perdona, del sufrimiento permanente que le hiere pero que no quiere abandonar.
Su hermano –sin nombre- es un padre soltero amoroso que atiende a su pequeño hijo de seis años y, al mismo tiempo, consume y vende heroína. Una vida que se va hundiendo cada vez más, como un submarino a la deriva. Dos hombres tristes en medio de una realidad danesa igualmente triste, gris, deprimente; dos hombres hundidos, atormentados, oprimidos por el pasado, que buscan redención y esperanza y no saben cómo alcanzarla.
El director abandona el rodaje cámara al hombro para centrar sus secuencias en encuadres estáticos que endurecen lo que se nos está mostrando y nos obligan a concentrarnos en las imágenes sin perder detalle. Imágenes que nos dicen que sus vidas no son importantes. Por eso en muchos encuadres ellos se nos presentan en una esquina, dando más peso a la vida que les rodea, a paisajes de ciudades que parecen abandonadas. En contraposición, en momentos puntuales del filme, se nos sorprende con primeros planos de los protagonistas mirando a la cámara, como si nos dijeran: “Mírame, dime algo. ¿Me merezco esto?”
Nick pasa casi toda la película con una mano herida y vendada, como efecto de los golpes que se dio enojado. Casi al final, ante el riesgo de gangrena, la mano de Nick será amputada, como un signo de redención de su soledad y de su rabia. Como un signo de ser redimido de su culpa y de que puede ahora ser responsable de una vida.
El final de la historia es un servicio litúrgico en una capilla intensamente iluminada y clara, que nos relaciona con la otra única secuencia de luz en toda la película: al principio, en el bautismo de un bebé por los dos hermanos adolescentes, en una capilla improvisada entre blancas sábanas. El signo sacramental de que somos hijos en el Hijo, de que toda paternidad viene de Dios Padre, y que siempre seguimos siendo hijos pese a toda adversidad y mal, ilumina de sentido nuestra pobre realidad humana y nos redime.
Luis García Orso
México, 2011