Encontraron a María, a José y al Niño (cf. Lc 2,16-21)
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Termina un año y comienza otro.
Y como los pastores en Belén, venimos a encontrarnos con Jesús, sabiendo que en él, Dios, creador de todo, nos muestra su rostro, nos abraza, nos bendice y nos da su paz[1]. Él lo envió para que, hecho uno de nosotros y nacido de la Virgen María, nos rescatara del pecado, nos diera su Espíritu y nos hiciera hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz[2].
Por eso venimos a Jesús. Pero para que este encuentro haga efecto en nosotros y nos dé el consuelo, la luz y la fuerza para seguir adelante, hay que hacer lo que María, que no sólo miraba lo que pasaba y ya, sino que guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Trataba de comprender lo que sucedía, relacionando, como dice san Beda, los acontecimientos con la Palabra de Dios[3].
Si lo hacemos así, nos libraremos de dos peligros muy grandes, que nos dañan a nosotros, a la familia y a los demás: ser superficiales y precipitados. Porque quien es superficial no entiende el porqué ni el para qué de lo que sucede; se precipita y elige mal: se encierra en sí mismo, se pone a la defensiva y camina sin rumbo, dejándose llevar por el momento, hasta terminar en el laberinto sin salida del amor rehusado.
Para que eso no nos pase, debemos desarrollar, como María, el gran don que Dios nos da: el discernimiento ¿Y qué es discernir? Es saber distinguir para elegir bien, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, los sacramentos, la oración y los buenos consejos. Así veremos la realidad de manera más completa, teniendo clara la meta: llegar a la casa del Padre. Entonces comprenderemos mejor lo que sucede, descubriremos el gran proyecto de Dios, nos situaremos en él, y sabremos qué hacer con lo que pasa.
Discerniendo, nos damos cuenta que Dios nos ama infinita e incondicionalmente. Que valemos mucho para él. Que nunca nos deja solos. Que todo tiene sentido, porque en las alegrías y en las penas siempre nos hecha la mano para que salgamos adelante, siguiendo el único camino que nos lleva a realizarnos de verdad, a construir una familia y un mundo mejor, y a llegar a él, en quien seremos eternamente dichosos. Y ese camino es el amor, que impulsa a hacer el bien, y a construir algo que todos anhelamos: la paz.
Pero quizá, al ver que en casa, la escuela, el trabajo y el mundo hay demasiados pleitos, nos sintamos desanimados y nos preguntemos dónde encontrar la fuerza para construir la paz. El Papa lo dice: no resignándonos a vivir así, sino creyendo que la paz es posible. No nos resignemos a que nuestro matrimonio sea un ring, a que nuestra familia sea un campo de batalla y a que en el mundo tengamos que vivir con miedo y a la defensiva ¡Las cosas pueden ser diferentes! ¡Nosotros podemos hacer la diferencia!
A eso se le llama esperanza, virtud que, como dice el Papa: “nos pone en camino y nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables”[4]. La esperanza nos ayuda a ver a los demás como hermanos, no como enemigos. Nos ayuda a no encasillarlos por lo que han dicho o hecho. Nos anima a respetarlos, a ser justos, pacientes y solidarios, a perdonarlos, a pedirles perdón y a dialogar para conocernos mejor. Nos anima a cuidar la tierra, nuestra casa común[5].
Si unidos a la Madre de Dios y Madre nuestra, meditamos todo esto y lo ponemos en práctica, procurando que la esposa, el esposo, los hijos, los papás, los hermanos, la suegra, la nuera, los vecinos, los compañeros de escuela o de trabajo, los empleados y los demás se sientan bien, tratándolos siempre, no como cosas sino como personas, contribuiremos a que experimenten la bondad del Señor[6], y a que 2020 sea de verdad, y no solo de palabra, un feliz año para todos.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Nm 6,22-27.
[2] Cf. 2ª. Lectura, Gál 4,4-7.
[3] Cf. Catena Aurea, 9215.
[4] Cf. Mensaje para la 53 Jornada Mundial de la paz, 1 de enero de 2020, La paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica.
[5] Ídem.
[6] Cf. Sal 66.