Yo soy el pan de la vida (cf. Jn 6, 41-51)
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A veces, como Elías, sentimos que ya no podemos más[1]. ¡Tantos problemas y penas en casa, con los vecinos, en la escuela, en el trabajo, y en este mundo tan complicado! Pero Dios nos echa la mano dándonos a su propio Hijo, que se hizo uno de nosotros para llevarnos adelante, ¡hasta la meta!: la vida por siempre feliz con él.
“Entregó su carne por la vida del mundo –comenta san Teofilacto–, porque muriendo destruyó la muerte”[2]. Sin embargo, puede sucedernos lo que a sus paisanos, que al escucharlo decir: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, creyendo que lo sabían todo de él, les pareció que exageraba y comenzaron a murmurar.
Pero Jesús no dejó de ayudarlos, sino que les hizo ver que para descubrir quién es en realidad y creer en él, se necesita la ayuda de Dios; la guía de su Espíritu de Amor. Y Dios, como recuerda el Papa: “siempre nos atrae a Jesús. Somos nosotros quienes abrimos el corazón o lo cerramos”[3].
Por nuestro bien, abrámosle el corazón. Así reconoceremos a Jesús, que, a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas, nos alimenta y nos da fuerza para seguir adelante.
Él nos enseña “el arte de vivir”. Nos ayuda a quitarnos el peso que llevamos de más: la rudeza, la ira, los insultos, los chismes y toda clase de maldad, para que, más ligeros, saltemos los obstáculos y avancemos hacia la meta, como él lo ha hecho: amando, comprendiendo y perdonando[4].
Quizá, al escuchar esto, pensemos: ¡imposible! ¿Quién puede vivir así?. No murmuremos. No creamos que lo sabemos todo. Es más lo que nos falta por conocer que lo que conocemos. No nos anclemos. ¡Démonos la oportunidad! Entonces comprobaremos que Dios, que lo sabe todo y es bueno, no defrauda ¡Él nos hace dichosos por siempre[5]!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Re 19, 4-8.
[2] Cf. In Ioannem, tract., 26.
[3] Cf. Ángelus, 9 de agosto de 2015.
[4] Cf. Sal 33.
[5] Cf. 2ª Lectura: Ef 4,30-5,2.

