Estaba extrañado de la incredulidad de la gente (cf. Mc 6,1-6)
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Jesús regresaba a su tierra. La fama de lo que había hecho en muchos lugares corría por el vecindario. Por eso muchos fueron a escucharlo. Sin embargo, pasaron del asombro a la incredulidad: les parecía imposible que Dios, que es tan grande, hablara a través de un hombre tan simple como él. Pero, como señala el Papa, a menudo la gracia de Dios se nos presenta de maneras sorprendentes, que no se ajustan a nuestras expectativas[1].
El Padre, creador y meta de cuanto existe, envió a Jesús, Dios hecho uno de nosotros para salvarnos[2]. Sin embargo, sus paisanos, creyendo saberlo todo, se cerraron. Presos de sus prejuicios, perdieron la oportunidad de conocer el camino que hace la vida por siempre dichosa y de verse beneficiados con alguno de los milagros de Jesús.
Lo mismo puede pasarnos: creer que lo sabemos todo, encerrarnos en nuestros prejuicios y desaprovechar la ayuda que Dios nos brinda a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas, diciendo: ¿Cómo la Biblia y la Tradición van a ser Palabra de Dios? ¿Quién lo dice? ¿Cómo creer que Jesús está en la Eucaristía y que es vital participar en Misa y rezar? ¿Cómo aceptar recibir la Comunión en la mano? ¿Por qué confesarse con un hombre que es igual o peor que yo?
¿Quién puede creer que sea posible amar como enseña Jesús? ¿Cómo va ser que Dios hable a través del Papa, de los obispos, de los papás, de los hermanos, de los hijos, de los maestros, de los compañeros, de los alumnos, de los niños, de los jóvenes, de los enfermos, de los pobres y de los migrantes? ¡Qué se creen! ¿A poco Dios habla a través de personas imperfectas, simples y limitadas?
Pero al pensar así no dejamos que Jesús realice en nosotros las maravillas que solo él puede hacer. ¿Qué hay de fondo en esa actitud? Soberbia. Así lo reconoce san Agustín al confesar que antes de su conversión se sentía repelido hacia la fe católica, porque no la conocía como realmente es[3]. Pero abriéndose a Jesús, vio con claridad: “me avergoncé… de haber por tantos años ladrado no contra la fe católica, sino contra meras ficciones… de haber pregonado con error y petulancia tantas cosas inciertas como si fueran ciertas”[4].
Cuando reconocemos que no lo sabemos todo y nos abrimos a Dios, él entra en nosotros con la luz de su amor, que nos hace capaces de ver la realidad y de aprovechar cualquier oportunidad para encontrarlo. Así permitimos que haga el milagro de que lo amemos, de que nos amemos a nosotros mismos y de que amemos a los demás, aunque a veces, como le pasó a Jesús, nos cierren las puertas.
¿Qué hacer cuando nos rechazan? ¿Mandarlos a volar? ¿“Tirar la toalla”? No. Levantemos los ojos a Dios y dejémonos iluminar por la fe[5]. Así descubriremos que cuando según los criterios mundanos somos débiles por seguir a Jesús, entonces en realidad somos fuertes[6]. Porque ser comprensivos, justos, pacientes, solidarios y serviciales, perdonar y pedir perdón, no es debilidad, sino fortaleza.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Ángelus, 8 de julio de 2018.
[2] Cf. 1ª Lectura: Ez 2, 2-5.
[3] Cf. Confesiones, V, 10, 4.
[4] Ibíd. VI, 3, 4; 4, 1.
[5] Cf. Sal 122.
[6] Cf. 2ª Lectura: 2 Cor 12, 7-10.

