Denles ustedes de comer (cf. Mt 14, 13-21)
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Decía san Agustín:
“Tenía hambre intensa de un alimento interior que no era otro sino tú, mi Dios”[1]. Esa hambre la tenemos todos; “hambre de vida –dice el Papa–, hambre de amor, hambre de eternidad”[2]. Y para que no gastemos lo mejor de nosotros en lo que no alimenta, Dios, que nos ha creado y nos ama[3], nos dice: “Vengan a mí”[4]. Y para que podamos ir a él, él mismo ha venido a nosotros en Jesús.
Por eso la gente lo seguía. Sin duda, aquellas personas tenían otras necesidades; pero por encima de ellas, tenían una más grande y profunda, de la que todo depende: necesidad de la palabra de Dios[5]; de esa palabra que nos descubre que somos infinita en incondicionalmente amados, que todo tiene sentido, que estamos llamados a la plenitud sin final, y que nos muestra el camino hacia esa meta inigualable.
Aunque se hacía tarde, la gente seguía ahí, comprobando que nada puede apartarnos del amor de Cristo[6], que nos conoce, que sabe lo que necesitamos, que nos echa la mano, y que nos invita a hacer lo mismo con los demás. Por eso, cuando los discípulos intentaron desentenderse de la gente y dejar que cada uno se las arreglara como pudiera, les dijo: “Denles ustedes de comer”. También nos lo repite hoy frente a la familia, hambrienta de fidelidad y de cariño; frente a los vecinos, a los compañeros y la gente más necesitada, hambrienta de respeto y solidaridad.
Quizá sintamos que nuestros recursos son pocos para tantas necesidades. Pero si ponemos todo de nuestra parte, Dios hará que el bien que podemos hacer se multiplique. San Jerónimo hace notar que Jesús multiplica los panes y los peces por la tarde[7]; a la hora en que habría de dar la vida en la cruz para multiplicar la nuestra. Así nos hace ver que la clave para multiplicar es el amor.
Los apóstoles lo experimentaron. Ellos, que haciendo caso a Jesús distribuyeron un alimento que sació a muchos, comprobaron después como él, una vez resucitado y enviándolos a anunciar el Evangelio, “desenvolvió con abundancia –dice san Hilario– lo que antes poseían”[8]. ¡El Evangelio ha llegado al mundo entero!
También lo comprobó Ignacio de Loyola, un hombre vanidoso y dado a los placeres, que después de darse cuenta de que cuando deseaba seguir a Cristo sentía paz y que cuando pensaba volver a una vida de egoísmo, aunque por momento sentía gusto, terminaba vacío, se planteó: “¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?” [9].
Así, con la ayuda de Dios, se decidió a cambiar. Y aunque tuvo que enfrentar enfermedades, problemas y hasta la pandemia de la peste, confiando en Jesús, puso todo de su parte, hasta que con diez compañeros fundó la Compañía de Jesús, a la que pertenece el Papa Francisco. Cuando san Ignacio fue llamado a la eternidad, los jesuitas eran más de mil, esparcidos por Europa, Oriente y Occidente, y dirigían veintidós colegios, dos universidades y numerosas obras de promoción humana y social.
De sus compañeros, varios han sido proclamados santos: como san Pedro Fabro y san Francisco Javier. Y el bien que él hizo a ellos y a muchos otros, se sigue multiplicando a través de los Ejercicios Espirituales que nos dejó, y que tanto bien nos han hecho a muchas personas a lo largo de los siglos.
Dios puede multiplicar más de lo que pensamos el bien que podemos hacer. Solo se requiere que confiemos en él y pongamos de nuestra parte. Si lo hacemos, veremos las maravillas que Dios es capaz de hacer en nosotros y a través de nosotros.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Confesiones, Libro III, Cap I, 1.
[2] Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi, 19 de junio de 2014.
[3] Sal 144.
[4] Cfr. 1ª. Lectura: Is 55,1-3.
[5] Aclamación: Mt 4,4.
[6] Cfr. 2ª. Lectura: Rm 8, 35.37-39.
[7] Cf. Catena Aurea, 4415.
[8] In Matthaeum, 14
[9] De los hechos de san Ignacio recibidos por Luis Goncalves de labios del mismo santo, Cap I, 5-9

