Dios envió a su Hijo al mundo para salvarlo (cf. Jn 3, 16-18)
…
Como Moisés, guiados por el Señor, subimos a la presencia de Dios,
creador y soberano de cuanto existe[1]. De ese Dios que es misericordioso y fiel[2]. Tanto, que a pesar de que le fallamos, envió a su Hijo, no para condenarnos, sino para rescatarnos del pecado que cometimos y darnos vida eterna.
“Las cosas de gran valor –comenta san Hilario– son las que dan a conocer la grandeza del amor… Dios, amando al mundo, dio a su Unigénito”[3]. Nos dio a Jesús, que, como señala san Juan Crisóstomo, no vino para juzgar lo que habíamos hecho, sino para perdonarlo[4]. Así nos demuestra que Dios nos quiere; que no se deja limitar por nuestros errores sino que lo da todo para restaurarnos y unirnos a él y entre nosotros, y hacernos felices por siempre.
Solo necesitamos creer en Jesús, que nos ha revelado que Dios, siendo único, no es solitario: es Padre, Hijo y Espíritu Santo; una familia divina de Tres que, como dice el Papa, ha venido para llamarnos a formar parte de ella[5]. ¿Cómo? Uniéndonos a él a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración y del prójimo, y procurando estar alegres, trabajar por nuestra perfección, animarnos mutuamente, y vivir en paz y armonía[6].
Pero, ¿se puede vivir en paz y armonía cuando el esposo, la esposa, los hijos, los papás, los hermanos, la suegra, la nuera, los vecinos, los compañeros y la gente que nos rodea siente, piensa, habla y actúa de forma muy diferente a la nuestra? ¿Cuando se convive con alguien enojón, chismoso o rencoroso?
Que todos somos diferentes es tan evidente como los dedos de una mano; ninguno es igual. Pero eso no significa que no podamos estar unidos. Como los dedos a la mano. Porque unidad no significa uniformidad. Se vale ser diferentes. Así nos creó Dios, que nos hizo a imagen suya. Y él es Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres personas distintas, que son un solo Dios. Siendo diferentes, podemos vivir unidos, en paz y armonía.
Y que nadie es perfecto, excepto Dios, lo confirmamos a cada paso ¿Pero saben qué? Tampoco nosotros lo somos. Sin embargo, Dios, que nos ama, no nos etiqueta ni nos condena, sino que nos rescata y nos enseña que la única manera de ser por siempre felices es amando. Y esa es la clave para lograr la unidad.
El amor nos ayuda a mirar más allá de los defectos y las diferencias para darnos cuenta que siempre será más lo que nos une que lo que nos separa, como decía san Juan XXIII[7], quien antes de morir, recordando las dificultades que enfrentó, comentó con su secretario: “Hemos trabajado… No nos hemos detenido a recoger las piedras que, de una y otra parte, nos lanzaban. Y no las hemos vuelto a lanzar a ninguno”[8].
La vida es un regalo maravilloso. No nos la amarguemos a nosotros mismos, ni se la amarguemos a los demás, fijándonos sobre todo en lo que nos separa, dividiéndonos, pelando y condenándonos unos a otros. Como hijos de Dios, uno y trino, superemos los obstáculos siendo pacientes y misericordiosos. Así, en la riqueza de la diversidad, seremos constructores de armonía y de unidad.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
____________________________________
[1] Cf. Sal: Dn 3, 52-56.
[2] Cf. 1ª Lectura: Éx 34, 4b-6.8-9.
[3] De Trinitate, I.6.
[4] In Ioannem, hom., 27.
[5] Cf. Angelus, 22 de mayo de 2016.
[6] Cf. 2ª Lectura: 2 Cor 13, 11-13.
[7] Citado por san Juan Pablo II, Ut unum sint, 20.
[8] Cf. Testimonio de Mons. Capovilla www.amorycruz.es.

