Reciban el Espíritu Santo (cf. Jn 20, 19-23)
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Los discípulos tenían miedo. Y a veces también nosotros tenemos miedo, mucho miedo. Porque los golpes de la vida nos hacen sentir vulnerables, nos vuelven temerosos, desconfiados y nos ponen a la defensiva. Pero si dejamos que el temor nos domine, terminaremos encerrados en nosotros mismos, solos y sin llegar a ningún lado.
Jesús lo sabe. Por eso entra en nuestras vidas, como dice san Agustín, aún cuando las puertas estén cerradas[1], y nos da su paz. Porque sentir su amor infinito y mirarlo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, nos hace descubrir que al final, después de todas las penas y problemas, el amor, que en definitiva es Dios, hace triunfar para siempre la verdad, el bien, la justicia, el progreso y la vida.
A pesar de las incomprensiones, traiciones, chismes, ofensas, injusticias y de la muerte en cruz, Jesús siguió adelante, amando y haciendo el bien; ahora, todos los sufrimientos quedaron atrás, y él, que lo ha restaurado todo, vive dichoso para siempre. Ese es el final de la historia. Y también puede ser el final de nuestra historia.
En Jesús vemos el final de la historia. Y eso cambia el panorama. Nos hace ver las cosas de otra manera. Porque ahora sabemos que, como le dijo a santa Juliana de Norwich: “todo acabará bien… sea lo que sea, acabará bien”[2]. Fortaleciéndonos con esta seguridad, Jesús nos pide colaborar con él para que todo acabe bien. Nos dice: “Como el Padre me envió, a sí los envío yo” ¿A qué lo envió el Padre? A amar y hacer el bien. Y a eso nos envía él; a amar y hacer el bien.
Y a fin de que tengamos la fuerza para hacerlo, nos llena de su amor: el Espíritu Santo, “El Espíritu –comenta el Papa– es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es… el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón… es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece… que conduce todo a la armonía”[3].
Pidamos al Espíritu Santo que venga a nosotros[4]. Que nos ayude a perdonar y pedir perdón. Que nos renueve, a pesar de nuestros defectos y caídas[5]. Que nos ayude a que con nuestras palabras y obras, hablemos el lenguaje del amor, que todos entienden[6]. Que nos haga ver más allá de nosotros mismos para compartir lo que somos y tenemos con la familia y con los que más lo necesitan[7]. Así ayudaremos a hacer que todo termine bien en nuestra vida, en nuestra casa y en el mundo.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. In Ioannem, tract., 12.
[2] Libro de revelaciones, revelación 13.
[3] Homilía de Pentecostés, Domingo 4 de junio de 2017.
[4] Cf. Secuencia de la Solemnidad de Pentecostés y Aclamación: B. P. 1246 – Bernal.
[5] Cf. Sal 103.
[6] Cf. 1ª Lectura: Hch 2, 1-11.
[7] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 12, 3-7. 12-13.

