Quédate con nosotros (cf. Lc 24, 13-35)
Hch 2,14a.22-28
1 Pe 1,17-21
Lc 24,13-35
Desilusión y desconfianza. Es lo que sentimos cuando se trunca nuestra esperanza de tener una pareja ideal, una familia unida, amigos fieles, una educación integral, un trabajo digno, un salario justo, y una sociedad en la que todos podamos vivir en paz y progresar. Entonces concluimos que no vale la pena ser buenos y echarle ganas, porque al final, hasta Dios nos falla.
Quizá era lo que sentían los discípulos que iban a Emaús. Ellos habían esperado que Jesús fuera el libertador de Israel. Pero todo terminó cuando fue crucificado. Su decepción era tan grande, que aunque las mujeres les habían contado que unos ángeles les anunciaron que estaba vivo, para ellos nada había pasado. Todo seguía igual. El mal había ganado. Por eso decidieron no esperar ni luchar más, sino irse para Emaús.
“Emaús –explica san Juan Pablo II– es encerrarse en el propio mundo, desentenderse de los demás y dejar que cada uno se las arregle como pueda”[1]. Es condenarse al solitario laberinto sin salida del egoísmo, el individualismo, el relativismo, la mentira, el placer, el chisme, la infidelidad, la injusticia, la corrupción, la indiferencia, el rencor y la violencia.
Pero aunque vayamos por el camino equivocado, Jesús no nos deja; se nos hace encontradizo, como a los discípulos, quienes de momento, cegados por la sensación de fracaso y desconfianza, no lo reconocieron. Sin embargo, con paciencia, él le siguió echando ganas. Les habla. Escucha sus penas. Y poco a poco les ayuda a comprender lo que ha pasado para que sepan lo que deben hacer.
Les hace ver que, aunque de momento parezca que el mal y la muerte ganan la partida, Dios tiene un plan. Así, como hace notar san Pedro, aunque los enemigos de Jesús manipularon las cosas para matarlo en la cruz, el Padre lo resucitó y lo llevó a los cielos, desde donde nos comunica su Espíritu de Amor[2]. De esta manera nos ha rescatado de la esterilidad mortal del pecado y nos ha llenado de fe y esperanza en Dios[3], que nos muestra el camino de la vida y nos llena de alegría perpetua junto a él[4].
Por eso, por nuestro bien y el de los demás, como los discípulos de Emaús, dejemos a Jesús que nos acompañe, tanto en las alegrías como en las penas. “Cuando estés triste –aconseja el Papa–, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo… la Palabra de Dios y la Eucaristía… nos hacen ir adelante”[5].
En su Palabra y en la Eucaristía, Jesús nos ayuda a mirar más allá de lo inmediato para descubrir que sólo el amor da sentido a todo, porque hace la vida feliz para siempre. Así, invitándonos a fijar la mirada en la meta que nos aguarda, nos ayuda a confiar en Dios y a vivir como nos enseña: amando y haciendo el bien a los que nos rodean.
Con esta convicción, pidámosle que se quede con nosotros, con nuestra familia y nuestra sociedad, ayudándonos a poner de nuestra parte para hacer resurgir la ilusión, el amor, la verdad, el bien, la justicia, el progreso y la vida ¡No nos cansemos de esperar en Jesús! Confiemos en él, que, como dice san Gregorio, “honra a los que lo invitan”[6].
Obispo de Matamoros

