Ha resucitado (cf. Mt 28, 1-10)
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Todo parecía perdido. Jesús, que había hecho sentir la presencia amorosa de Dios, llenando así los corazones de esperanza, finalmente había sido derrotado por sus enemigos. La aventura había terminado. Sólo quedaba resignarse a que en este mundo la verdad, el amor, el bien y la justicia pierden la partida, y que el mal y la muerte tienen la última palabra.
Pero a pesar de todo, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María van a buscar a Jesús al sepulcro, movidas, como dice Crisólogo, por el ímpetu de su amor[1]. ¡Y sucedió lo inesperado! Un temblor sacudió la tierra, el mensajero de Dios descendió del cielo, hizo rodar la piedra que tapaba el sepulcro, y les dijo: “Ha resucitado. Vayan de prisa y díganselo a sus discípulos”.
¡Qué noticia! Cambiaba para siempre nuestra historia y la de toda la humanidad ¡Cristo ha resucitado! ¡Finalmente han triunfado el amor, la verdad, la libertad, el bien, la justicia, el progreso y la vida! El pecado, el mal y la muerte han sido vencidos. ¡Esta es la buena nueva que la Iglesia, mensajera del Señor, comunica a todos!
¿Y qué sucede cuando recibimos este anuncio? Que, al igual que a las mujeres que fueron instruidas por medio del ángel, nos sale al encuentro el Salvador, que, inaugurando para nosotros una nueva dimensión del ser y de la vida, como dice Benedicto XVI[2], nos da la certeza de que, “a través de todos los fracasos y de todas las discordias humanas, se va cumpliendo la meta de la historia: la transformación del “caos”… en la ciudad eterna… en la cual Dios… habita para siempre entre los hombres”[3].
Ese Dios, creador amoroso de cuanto existe (cf. 1ª Lectura: Gn 1,1.26-31), que lo ha hecho todo con maestría (cf. Sal 103), y que nos creó a imagen y semejanza suya para que fuéramos por siempre felices con él. Ese Dios que, después de que desconfiamos de él y pecamos, no nos abandonó al poder del mal y de la muerte (cf. Sal 15), sino que, como lo prefiguró a través de Abraham (cf. 2ª Lectura: Gn 22,1-9.9-13.15-18), envió a su Hijo único para rescatarnos de la esclavitud del pecado, como rescató a Israel de la cautividad en Egipto (cf. 3ª Lectura: Ex 14,15-15,1), y llevarnos a él (cf. Ex 15), en quien la vida se hace plena y eterna.
Ese Dios que nos dice a cada uno: “mi amor por ti no desaparecerá” (cf. 4ª Lectura: Is 54, 5-14), y que convierte nuestro duelo en alegría (cf. Sal 29) haciendo descender su palabra para darnos vida (cf. 5ª Lectura: Is 55,1-11). Ese Dios con el que siempre estamos seguros (cf. Is 12), y que nos da la paz eterna si seguimos sus senderos (cf. 6ª Lectura: Ba 3,9-15.32-4,4), que nos muestra en sus Mandamientos (cf. Sal 18).
Ese Dios que, a pesar de que nos alejamos de él y nos dispersamos, nos purifica, nos reúne (cf. 7ª Lectura: Ez 36,16-28) y nos conduce a él (cf. Sal 41 y 42). Ese Dios que, mediante el bautismo, nos ha incorporado a Cristo, para que resucitemos con él a una vida nueva, plena y eterna (cf. Rm 6,3-11), porque su misericordia es eterna (cf. Sal 117). ¡Este es nuestro Dios! ¡Él nos ha hecho y nos ama! ¡Le ha echado ganas a nuestra vida, como dice el Papa Francisco[4]! ¡Podemos confiar en él!
Si a causa del pecado caímos de la luz del paraíso a las tinieblas, “en la resurrección –afirma san Beda– hemos vuelto de las tinieblas del pecado y de la sombra de la muerte, a la luz de la vida que nos ha concedido el Señor”[5].
Por eso, con mucha razón, el P. Ramón Cue S.J. decía: “La Resurrección de Jesús es la única que se atreve a asegurarme la solución de ese enigma que es la muerte. La mía en concreto… soy cristiano. Con un socio divino. Y tengo derecho a soñar en mi arribada. Porque llegaré a la otra orilla. Al sexto continente: la Felicidad… Resucitará nuestro destino: Amar… Saltaremos a la otra orilla de la mano de Jesús”[6].
¡Resucitemos con él a una vida nueva, amando! Amando a Dios, confiando en él, dejándonos guiar por su Palabra, recibiendo la fuerza de su amor en sus sacramentos, sobre todo la Eucaristía, y conversando con él en la oración. Amándonos a nosotros mismos, viviendo con la dignidad de hijos suyos, libres de las cadenas del egoísmo, el individualismo, el relativismo, los placeres ilícitos y el materialismo. Amando a los demás, ayudándoles a tener una vida digna, a desarrollarse, a encontrar a Dios y ser felices.
Como María Magdalena y la otra María, abracemos a Jesús resucitado y adorémoslo. No nos separemos de él, ni en las alegrías ni en las penas. Y con nuestra forma de pensar, de hablar y de actuar, digámosle a la familia y a los que nos rodean que, si viven como él enseña, lo verán. Hagámosle caso al Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, que frente a nuestras debilidades y a tanto mal que hay en el mundo, nos dice: “No tengan miedo” ¡No tengamos miedo! ¡A echarle ganas!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sermón 77.
[2] Homilía en la Vigilia Pascual, 15 de abril de 2006
[3] RATZINGER Cardenal Joseph, Fe, verdad y tolerancia, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, p. 39.
[4] Cf. Encuentro con las familias, Tuxtla Gutiérrez, 15 de febrero de 2016.
[5] Homilía Aest. I (en Catena Aurea, 5801).
[6] ¡Resucitar! Mi supremo derecho, Ed. El Autor, España, 1986.

