Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16)
Is 58,7-10
1 Cor 2,1-5
Mt 5,13-16
Un joven le decía a una amiga: “Todo anda mal en mi vida. En casa puros problemas. En la escuela me hacen bullying. Estoy sin trabajo. Y además no tengo un centavo. No valgo nada”. Ella tomó un billete, y mostrándoselo, le preguntó: “¿Lo querrías?”. “¡Claro!”, respondió él. Entonces la amiga tiró el billete, lo talló contra el suelo, y levantándolo, volvió a preguntarle: “¿Todavía lo quieres?”. “¡Por supuesto! –respondió él– Aunque esté sucio sigue valiendo”. Entonces ella comentó: “No lo olvides; aunque los problemas te opriman, tú sigues siendo tan valioso como siempre”.
Sin duda, todos pasamos por malos momentos en la vida, el matrimonio, la familia, el noviazgo, la escuela, el trabajo. Y todo se oscurece más en un mundo tan complicado como el de hoy, plagado de egoísmo, mentira, injusticia, corrupción, pobreza, indiferencia, racismo, descarte y violencia.
Pero, ¡ánimo!, porque no estamos solos; Dios, creador todopoderoso de cuanto existe, se hace uno de nosotros en Jesús para, amando hasta dar la vida, ser la luz que nos libera del pecado, nos da su Espíritu y nos hace hijos suyos. Quien lo sigue, no camina en tinieblas, sino que tiene la luz que le permite ver con claridad la meta para elegir el camino del verdadero progreso personal y social, y alcanzar la felicidad que jamás termina.
Iluminados por Jesús, descubrimos que más allá de nuestras debilidades y de las circunstancias somos hijos de Dios ¡Ese es nuestro gran valor! Por eso él nos dice que somos sal de la tierra y luz del mundo. La sal, apreciada a lo largo de los siglos, desinfecta, conserva y refuerza aromas y sabores. Como ella, debemos desinfectarnos y desinfectar al mundo de la corrupción causada por la opresión, las amenazas y las ofensas[1], y conservar y reforzar las cosas buenas.
Somos luz que debe iluminar a todos, empezando por casa, compartiendo con los demás la fe, las cualidades, los conocimientos y los bienes que hemos recibido, para que viendo nuestras buenas obras, se sientan amados, resurja en ellos la esperanza, y den gloria a Dios, que está en los cielos, nuestra patria definitiva. Así, cumpliendo esta misión, como dice san Hilario, “preservamos los cuerpos salándolos para la eternidad” [2].
Quizá la lógica que nos impone el mundo nos diga que esto es muy bonito, pero que en la vida real no funciona. Sin embargo, la fe, que depende del poder de Dios[3], nos permite ver más allá y descubrir que él guía la historia para llevarnos a la patria definitiva. Quien confía en Dios no se deja atemorizar por las malas noticias[4], sino que le echa ganas, procurando, como dice el Papa Francisco, “orientar, consagrar, hacer fecunda la humanidad”[5].
Es normal que nos preocupe la situación actual. Pero, como dice Benedicto XVI, hemos de asumir con realismo y responsabilidad el compromiso de vivir y testimoniar aquellos valores sobre los cuales es posible construir un futuro mejor para todos. ¡Afrontemos las dificultades de manera confiada más que resignada![6]
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
______________________________
[1] Cf. 1ª Lectura: Is 58, 7-10.
[2] Cf. Homiliae in Matthaeum, 4.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 2,1-5.
[4] Cf. Sal 111.
[5] Cf. Angelus, 9 de febrero de 2014.
[6] Cf. Caritas in veritate, 21.