Las lecturas bíblicas de este domingo, nos invitan a creer, vivir y celebrar la reconciliación con Dios
Éxodo 32,7-11.13.14
1 Timoteo 1,12-17
Lucas 15,1-32
“Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer y no se acuerda de nuestra ingratitud… Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que su Majestad de dejar de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir. Sea bendito por siempre, amén, y alábenle todas las cosas” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida 19,15). Estas palabras de Santa Teresa de Jesús, que dan testimonio de su experiencia de la misericordia y del perdón del Señor, introducen admirablemente la temática de las lecturas bíblicas de este domingo, nos invitan a creer, vivir y celebrar la reconciliación con Dios, como evento de amor, de gozo y de renovación interior.
La primera lectura (Ex 32,7-11.13-14) narra la reacción de Yahvéh ante el pecado del pueblo, que se ha construido en el desierto un becerro de oro y lo ha adorado como su dios. Apenas han pasado pocas semanas de la salida de Egipto e Israel ya ha sustituido a Dios por un ídolo inerte (vv. 7-8). Dios le informa a Moisés de lo sucedido, separándose sutilmente de Israel, al no llamarle más pueblo suyo: “Se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto”. Aquel es como “el pecado original” del pueblo elegido, a través del cual se manifiesta desde los inicios de su historia su tendencia a rebelarse y a apartarse de Dios. El Señor rechaza aquel acto de rebeldía convencido de que no hay esperanza de conversión auténtica, no renuncia a su proyecto y quiere recomenzar la historia con Moisés, como si fuera un nuevo Abraham: “Déjame; voy a desahogar mi rabia contra ellos y los aniquilaré. A ti, sin embargo, te convertiré en padre de una gran nación (v. 10). Pero Moisés no acepta volver a comenzar sin el pueblo, pues la historia de la alianza no comenzó en Egipto, ni se basa en la bondad del pueblo. Moisés no defiende ni justifica a Israel, sino que apela al verdadero fundamento de la historia de la liberación y de la alianza: la fidelidad de Dios (la promesa hecha a los patriarcas) y su gloria (el honor de su Nombre). Ante la oración de Moisés, dice el texto que “el Señor se arrepintió del mal que había querido hacer a su pueblo” (v. 14). El Israel rebelde del desierto vuelve a ser llamado “su pueblo” y la historia de la alianza vuelve a comenzar.
La segunda lectura (1 Tim 1,12-17) constituye el inicio de la Primera Carta a Timoteo. Pablo recuerda su pasado de “blasfemo, perseguidor y violento” (v. 13). Un pasado que fue totalmente cancelado por la misericordia de Dios y la gracia de Cristo, que al mismo tiempo han abierto un futuro de luz y de esperanza en la existencia del Apóstol, quien ha llegado a ser no sólo objeto del perdón amoroso de Dios en Cristo, sino también “ejemplo de los que van a creer en él para obtener la vida eterna” (v. 16). Todo se resume en la solemne afirmación del v. 15: “Esta doctrina es segura y debe ser aceptada sin reservas: Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.
El evangelio (Lc 15,1-3.11.32) nos coloca delante del misterio insondable de la misericordia del Padre, a través de las tres parábolas de la misericordia del evangelio de Lucas. En ellas se narra la experiencia de la reconciliación del hombre con un Dios que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23). Jesús ha contado estas parábolas para explicar su propio comportamiento en relación con los pecadores y perdidos. Mientras los fariseos y maestros de la ley se mantienen a distancia de los pecadores por fidelidad a la Ley (véase, por ejemplo, lo que dice Ex 23,1, Sal 1,1; 26,5), Jesús anda con ellos, come y bebe y hace fiesta con ellos (Lc 15,1-3). Lo que choca a los maestros de la ley no es que Jesús hable del perdón que se ofrece al pecador arrepentido. Muchos textos del Antiguo Testamento hablaban del perdón divino. Lo que sorprende radicalmente es la forma en que Jesús actúa, el cual en lugar de condenar como Jonás o Juan Bautista, o exigir sacrificios rituales para la purificación como los sacerdotes, come y bebe con los pecadores, los acoge y les abre gratuitamente un horizonte nuevo de vida y de esperanza. Esto es lo que las parábolas quieren ilustrar; su objetivo primario es mostrar hasta dónde llega la misericordia de ese Dios que Jesús llama “Padre”, una misericordia que se refleja y se hace concreta en la conducta de Jesús frente a los pecadores.
Las dos primeras parábolas insisten en la alegría que Dios siente cuando un pecador se convierte. En la primera parábola, la oveja descarriada se pierde “fuera” de casa; en la segunda, la moneda se pierde “dentro” de casa. Los cercanos y los lejanos tienen necesidad de ser buscados y encontrados por Dios. “Todos hemos pecado” (Rom 3,23), dirá San Pablo. Jesús proclama el gozo de un Dios que busca al hombre para devolverle la vida. Aquella oveja y aquella moneda tienen en común una sola cosa por la cual son objeto del amor misericordioso de Dios: ¡oveja y moneda estaban perdidas!
La tercera parábola es la conocida como “parábola del hijo pródigo” (vv. 11-32). El relato inicia contando que el hijo menor pide la parte de la herencia que le corresponde y se va de la casa (v. 12). Se trata de un hecho legal, a través del cual aquel hijo ejerce su derecho (Dt 21,15-17). Lucas no insiste tanto en las motivaciones por las que el hijo se fue, ni en la moralidad o legalidad de la petición de la herencia. En el relato interesa más saber que el hijo hizo mal uso de aquella riqueza y que llegó a una situación límite de miseria y de muerte por culpa suya: “despilfarró toda la fortuna viviendo como un libertino” (v. 13). Es responsable de lo que le ocurre, recibe lo que él mismo se ha buscado. La escasez de la región donde se encuentra complica más su situación y entonces es cuando intenta hacer algo, hasta llegar al límite de querer comer “hasta el alimento que daban a los cerdos, pero no se lo permitían” (v. 16). Entonces reflexiona: “¡Cuantos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino, regresaré a casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (vv. 17-19).
Ha corrido mucha tinta explicando la reflexión del hijo menor como modelo de arrepentimiento. Pero, leyendo atentamente el texto, en aquel monólogo hay poco de remordimiento y de confesión del mal cometido y mucho de cálculo y de interés. En realidad quiere volver para comer como los jornaleros de la casa de su padre. En el mejor de los casos sus palabras son ambiguas y nos dejan insatisfechos a los que esperaríamos una conversión y un arrepentimiento serio de la vida tan desordenada que ha llevado hasta ahora. El narrador ha querido dejar al lector con sus dudas acerca de la recta intención del hijo que vuelve. Precisamente aquí está el punto central de la paradoja de la parábola. El narrador no se hace ilusiones con ciertos discursos de conversión y en ningún caso quiere proponer como modelo de arrepentimiento a este hijo que no vuelve movido ni por amor a su padre, ni confesando humildemente sus errores. La parábola no quiere describir el itinerario de una conversión, sino presentar la sorprendente reacción del padre cuando el hijo vuelve y la forma en que interpreta su regreso a casa.
Cuando ya está cerca de su casa, “el padre lo vio y, profundamente, conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (v. 20). El hijo, que ha preparado con cuidado su discurso, comienza a hablar y no termina. Su discursito queda cortado. Y esto es importante. El narrador de la parábola quiere insistir en que el padre no tiene necesidad de las lindas palabras que el hijo ha preparado para correr, abrazarlo y besarlo. No son las palabras del hijo las que determinan la conducta del padre. En este momento la figura del padre llena toda la escena. El contraste es fuertísimo entre la actitud calculadora del hijo y el amor inconmensurable del padre. El padre, dice el texto, “se conmovió profundamente” (en griego: splangnízomai, “conmoverse las entrañas maternas”). La ternura del padre tiene su origen en lo más profundo de su ser. El padre es ternura. No se dice nada de las reacciones del hijo, porque aquí interesan poco. Toda la atención del lector se debe centrar en la figura de un padre fuera de lo común, excepcionalmente misericordioso y excesivamente tierno y amoroso. Un padre que no ha esperado el grito de arrepentimiento del hijo para correr y abrazarlo y besarlo. Y es que la parábola no se propone describir lo que significa ser hijo, sino que quiere revelar hasta dónde llega la paternidad de Dios.
El hijo menor no sólo encuentra comida, “como uno de los jornaleros”, sino que vuelve a tenerlo todo con exceso: anillo, sandalias, fiesta… Todo es fruto del gozo paterno. Un gozo que tiene una sola explicación, una explicación que justamente es el padre quien la da en la parábola: “este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” (v. 24). El padre nunca pronuncia la palabra “pecado”. Más que a la ofensa recibida con la lejanía del hijo, piensa a las consecuencias que esto ha traído para su hijo, piensa en la muerte que amenazaba con privarlo de su hijo. El discurso del padre tampoco hace alusión absolutamente a las motivaciones ambiguas que empujaron al hijo a volver. Poco importan. Para el padre cuenta sólo que el hijo está allí, que lo ha recuperado y que ahora podrá vivir y gozar junto a él. En realidad, el padre nunca rechazó al hijo, porque la filiación no estaba condicionado por sus méritos. Para el padre no cuenta el pasado del hijo, ni tampoco el futuro. Ni lo juzga por lo que ha hecho, ni le exige nada a cambio de recibirlo. Cuenta la vida del hijo. Ahora vive, junto al padre; lejos de él, “se moría de hambre”.
La parábola concluye haciendo alusión al “hijo mayor”, que nunca se fue de la casa y que, cuando regresó el hermano, estaba precisamente trabajando en los campos del padre (v. 25). La fiesta que celebra el regreso del hijo menor ha comenzado cuando el mayor todavía está en el campo. La fiesta ha sido organizado exclusivamente por el padre, tiene su origen y su sentido en la misericordia del padre. Al hijo mayor sólo le queda la opción de unirse a aquella fiesta o rechazarla, según acepte o no la decisión misericordiosa del padre. El hijo mayor, sin embargo, sólo piensa en él. Él es el único punto de referencia. Resume su conducta hablando de vida ejemplar, fiel, pero se expresa en términos de esclavitud: “Hace ya muchos años que te sirvo (en griego: doulein, “ser esclavo”). Se cree justo y merecedor de todo. Es más, creer saber más que el padre en cuestión de retribución y de justicia! No interpreta su vida en clave de cercanía con el padre, de amor recíproco, de gratuidad. Considera las relaciones con el padre en términos de retribución y describe su existencia en términos de esclavitud: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me dista un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos” (v. 29).
El hijo mayor, que representa a los escribas y fariseos que daban gracias porque “no eran como los demás”, se resiste a entrar a la casa a celebrar. El padre, sin embargo, “salió y trataba de convencerlo” (v. 28). Salió a buscar al mayor como había salido a esperar al menor. El padre no rechaza tampoco a este hijo, pero lo invita a superar la lógica de la retribución, a no interpretar su existencia de hijo en clave de remuneración y de sueldo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (v. 31). El padre de la parábola vuelve a aparecer dándolo todo, sin medida, sin cálculo de ningún tipo. Ser padre es compartir todo con sus propios hijos. Pero respeta también al hijo mayor. Y así como no obligó al menor a no marcharse de casa, tampoco obliga al mayor a entrar y participar de la fiesta.
Esta parábola narra una historia universal en la que todos nos podemos reconocer y en la que todas las palabras hablan de la ternura y el inmenso amor del Padre. Unos y otros somos invitados a participar del amor del Padre. Los alejados, volviendo a la casa paterna y recuperando el gozo de la vida verdadera; los orgullosos y satisfechos de sí mismos que juzgan a los demás, entrando a la casa para vivir el gozo del amor del Padre, alegrándose del perdón ofrecido gratuitamente a todos. No sabemos si el hijo menor se quedó para siempre en la casa. Tampoco sabemos si el mayor se decidió a entrar y compartir la alegría del Padre. Son preguntas que cada lector del evangelio debe responder con su propia vida.
Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
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