Es el fuego de su Espíritu, destinado a transformar el mundo de una manera radical y decisiva
Jeremías 38,4-6.8-10
Hebreos 12,1-4
Lucas 12,49-57
El compromiso radical en el testimonio cristiano podría ser considerado el tema dominante de las lecturas bíblicas de este domingo. En la primera lectura, Jeremías, el profeta sufriente y perseguido, enfrenta las consecuencias de su fidelidad a la palabra de Dios a través del dolor infame y humillante al que es sometido. En la segunda lectura escuchamos una exhortación apremiante para perseverar en el combate de la fe, resistiendo activamente a todas las adversidades que se nos puedan presentar por nuestra fidelidad a Dios, siempre con “los ojos fijos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe”. En el evangelio, Jesús también habla de “fuego”, de “lucha”, de “división”, todo a causa del mensaje del evangelio, que exige radicalidad en la decisión y sabiduría para descubrir las interpelaciones de Dios en la marcha de la historia.
La primera lectura (Jer 38,4-6.8-10) narra el encarcelamiento degradante al que fue sometido el profeta Jeremías, cuando el inepto rey de Judá, en los últimos años del reino delante del peligro inminente de la invasión del ejército de Babilonia, lo entrega en manos de algunos jefes importantes de la nación, quienes lo arrojan en una cisterna fangosa con el fin de aislarlo y eventualmente provocar su muerte. El profeta elegido por Dios “antes de que se formara en el seno de su madre” (Jer 1,5), se encuentra ahora al borde la muerte, incomprendido por sus conciudadanos y martirizado por las autoridades del reino. Su palabra había resultado incómoda, difícil de aceptar. Como la de Jesús, también la palabra de Jeremías había sacudido las conciencias dormidas, había colocado a todos delante de las exigencias radicales que implicaba la fidelidad a Dios, había golpeado fuertemente a los ilusos y superficiales. Es por esto que intentan eliminarlo.
Jeremías había anunciado la inminente invasión del ejército babilonio. Estaba convencido de que era inútil resistir. Eso hubiera servido sólo para acarrear más sufrimiento y muerte a la gente más pobre de la nación. Jeremías predicaba el sometimiento al imperio extranjero como la salida más sensata, pues las cosas habían llegado a tal punto que cualquier intento de resistencia resultaba inútil. Había que confiar en Dios y aceptar la marcha de la historia tal como se estaba presentando. Esta posición “conservadora” de Jeremías resultaba inaceptable para las autoridades pues con ella el profeta provocaba la muerte de las ilusiones nacionalistas con las que ellos controlaban al pueblo pobre. Por eso lo quieren eliminar y lo echan en aquella cisterna fangosa.
En aquel momento oscuro de la muerte del profeta se manifiesta, sin embargo, un pequeño destello de esperanza y de protección de parte del Dios que lo había elegido años atrás. Un eunuco llamado Ebedmélek, que probablemente servía en el harem real, percibe la injusticia que se está cometiendo con Jeremías y lleno de compasión intercede por él ante el rey, logrando salvarlo. Un extranjero, impuro, es el único que hace algo por salvar al profeta, que en una ciudad asediada, como estaba Jerusalén en aquel momento, corría el riesgo de ser olvidado en la cisterna y morir inevitablemente. Jeremías fue salvado y continuó por algunos años más su ministerio profético, difícil y contestatario, en fidelidad al Dios que lo había elegido.
La segunda lectura (Heb 12,1-4) es una apremiante exhortación a la perseverancia en el camino de la fe. El autor de la carta a los Hebreos, teniendo en cuenta “la nube de testigos” que nos hablan de la fidelidad y la constancia en la fe (Heb 11), nos invita a que “corramos con perseverancia en la carrera que se abre ante nosotros” (Heb 12,1). El símbolo deportivo de la carrera en el estadio, tantas veces utilizado por Pablo (1Cor 9,24-26; Fil 3,12; 1Tim 6,12; 2 Tim 2,5), sirve para describir la vida cristiana. En el estadio, el atleta se despojaba de todo aquello que le impedía correr con dificultad; así también el cristiano, debe despojarse del pecado que es el obstáculo fundamental para obtener la plenitud de vida que Dios le ofrece: “despojémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asalta y corramos con perseverancia la carrera que se abre ante nosotros” (Heb 12,1). La meta ideal que hay que alcanzar es el mismo Cristo, “el cual animado por la alegría que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la diestra de Dios” (v. 2). De ahí que la carrera de la fe se debe realizar en unión con él y con la fuerza que viene de él, es decir, “fijos los ojos en Jesús” (v. 2) y animados por el ejemplo de su fidelidad dolorosa hasta la muerte (v. 3). El creyente deberá imitar a Jesús dispuesto incluso a recorrer la amargura de la pasión y el riesgo de la muerte. El autor incluso alude a la posibilidad del martirio, como expresión culminante del amor como donación de la propia vida: “Vosotros no habéis llegado todavía a derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado” (v. 4).
El evangelio (Lc 12,49-57) nos relata una especie de desahogo espiritual de Jesús, quien contempla con inquietud el horizonte que se va perfilando en su camino: “He venido a encender fuego a la tierra y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (v. 49). Su presencia en la historia no es inofensiva y neutral, sino que es comparable a un fuego que transforma y purifica. En la Biblia muchas veces se aplica el símbolo del fuego a Dios y a su acción poderosa. Isaías llama a Yahvéh “fuego devorador” (Is 33,14; cf. Dt 9,4). Jesús ha prendido el fuego de Dios en la historia. Su anuncio mesiánico de la llegada del Reino y su conducta solidaria con los últimos de este mundo, ha perturbado los cimientos del orden establecido. Jesús provocó división y escándalo en las estructuras sociales y religiosas de su tiempo. Con razón él mismo dice: “¿Les parece que he venido a traer paz a la tierra? Pues les digo que no, sino más bien división” (v. 51). Jesús ha traído un fuego destinado a destruir la mentira, la inhumanidad, la corrupción y la violencia. Es el fuego de su Espíritu, destinado a transformar el mundo de una manera radical y decisiva, aun a costa de enfrentar y dividir a las personas.
El fuego transformador que brota de las obras y palabras de Jesús lo colocaron en medio de profundos conflictos y en un camino arriesgado que lo llevará incluso a la muerte por fidelidad al proyecto de Dios: “Tengo que pasar por un bautismo, y estoy angustiado hasta que se cumpla” (v. 51). La imagen judía del bautismo evoca una terrible prueba y evoca claramente el misterio de su muerte y resurrección. La pasión de Jesús es la vida, la vida íntegra, intensa para todos. No se deja llevar por el éxito, lo útil, lo razonable, lo convencional. Lo primero es la vida. Ese es el fuego que quiere que arda para todos en el mundo, más allá de culturas, religiones o ideologías. Jesús desea que el fuego que lleva dentro prenda de verdad, que no lo apage nadie, que se extienda por todas partes y que el mundo entero arda. El “fuego” que arde en el interior de Jesús es su pasión por Dios y su compasión por quienes sufren. Esto es lo que le mueve y le hace vivir anunciando y buscando el reino de Dios y su justicia hasta la muerte.
El evangelista Lucas traslada todo este misterio de fidelidad y radicalidad vivido por Cristo a la misma existencia de cada discípulo, llamado como el Maestro a recorrer el mismo camino. El cristiano también deberá repetir la experiencia de la pascua en su propio bautismo que es muerte y resurrección (Rom 6); el fuego traído por Cristo se hará realidad para el cristiano en el fuego del Espíritu que recibirá en Pentecostés (Hch 2), que lo transformará en testigo y anunciador del reino; la división y el escándalo producido por Jesús también marcará la vida del discípulo, el cual siendo siempre un radical hombre de paz, se verá envuelto en conflictos a causa del evangelio y será objeto de división e incomprensión incluso entre sus mismos familiares (Lc 12,52-53). Los cristianos estamos llamados a dejarnos encender por el Espíritu de Jesús y poder así experimentar y transmitir el fuego transformador que él quiso introducir en la historia. Para lograrlo los cristianos se exigen ante todo a sí mismos dejarse encender interiormente por el fuego de Jesús, dejando que los transforme en modo racial para vivir movidos desde el interior por la misma pasión y compasión de Jesús.
De ahí que Jesús invite a sus discípulos a decidirse con fidelidad y radicalidad. Y para esto es indispensable “saber discernir” (Lc 12,54-57). La misma terminología de estos versículos nos indican donde está puesto el acento del texto: el verbo griego dokimázein, que sirve para indicar la acción de discernir aparece dos veces en el v. 56, y el verbo krínein, que significa juzgar, aparece una vez en el v. 57.
Jesús les recuerda a sus interlocutores lo importante que es para ellos saber formular correctamente las previsiones meteorológicas, ya que con ellas se regula la vida en una sociedad de estructura rural como era aquella. Pero hay previsiones mucho más importantes a las cuales prestar atención, signos decisivos que hay que saber descifrar: no están inscritos en las nubes, ni en los vientos, sino escondidos en los hechos de la historia y en la propia existencia: “¡Hipócritas! Si saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no saben discernir el tiempo presente? ¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que es justo?” (vv. 56-57).
Para el cristiano es fundamental leer la marcha de la historia y los hechos de la propia vida a la luz de la fe. Es ahí, en los eventos históricos, donde Dios nos interpela y nos llama a seguir sus caminos. Desde la fe, el cristiano está llamado a “discernir”, es decir, a distinguir la voluntad de Dios y las manifestaciones del Reino, escuchar la llamada del Señor en la vida de cada día y captar el sentido profundo de “este tiempo”. Como para sus interlocutores, Jesús sigue siendo el gran signo de nuestro tiempo. Su vida y su palabra el gran criterio para iluminar y juzgar las grandes problemáticas y retos del mundo de hoy. A la luz del evangelio, el cristiano deberá vivir en medio de estos “signos de los tiempos”, enraizado en una fuerte experiencia de Dios a través de la oración perseverante y el conocimiento de su Palabra en la Escritura, luchando por el valor de la fraternidad en todas partes y defendiendo los derechos de los más pobres, aun en medio de tensiones y dificultades, y comprometido por crear un mundo de justicia y de paz. Sólo así el fuego que Cristo ha traído a la tierra comenzará a arder también en nuestra historia.
Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
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